Sábado de Gloria
Desde antes de
despertarme, oí caer la lluvia. Primero pensé que serían las seis y cuarto de
la mañana y debía ir a la oficina pero había dejado en casa de mi madre los
zapatos de goma y tendría que meter papel de diario en los otros zapatos, los
comunes, porque me pone fuera de mi sentir como la humedad me va enfriando los
pies y los tobillos. Después creí que era domingo y me podía quedar un rato
bajo las frazadas. Eso —la certeza del feriado— me proporciona siempre un
placer infantil. Saber que puedo disponer del tiempo como si fuera libre, como
si no tuviera que correr dos cuadras, cuatro de cada seis mañanas, para ganarle
al reloj en que debo registrar mi llegada. Saber que puedo ponerme grave y
pensar en temas importantes como la vida, la muerte, el fútbol y la guerra.
Durante la semana no tengo tiempo. Cuando llego a la oficina me esperan
cincuenta o sesenta asuntos a los que debo convertir en asientos contables,
estamparles el sello de contabilizado en fecha y poner mis iniciales con tinta
verde. A las doce tengo liquidados aproximadamente la mitad y corro cuatro
cuadras para poder introducirme en la plataforma del ómnibus. Si no corro esas
cuadras vengo colgado y me da nausea pasar tan cerca de los tranvías. En
realidad no es nausea sino miedo, un miedo horroroso.
Eso no significa
que piense en la muerte sino que me da asco imaginarme con la cabeza rota o
despanzurrado en medio de doscientos preocupados curiosos que se empinaran para
verme y contarlo todo, al día siguiente, mientras saborean el postre en el
almuerzo familiar. Un almuerzo familiar semejante al que liquido en veinticinco
minutos, completamente solo, porque Gloria se va media hora antes a la tienda y
me deja todo listo en cuatro viandas sobre el primus a fuego lento, de manera
que no tengo más que lavarme las manos y tragar la sopa, la milanesa, la
tortilla y la compota, echarle un vistazo al diario y lanzarme otra vez a la
caza del ómnibus. Cuando llego a las dos, escrituro las veinte o treinta
operaciones que quedaron pendientes y a eso de las cinco acudo con mi libreta
al timbrazo puntual del vicepresidente que me dicta las cinco o seis cartas de
rigor que debo entregar, antes de las siete, traducidas al inglés o al alemán.
Dos veces por
semana, Gloria me espera a la salida para divertirnos en un cine donde ella
llora copiosamente y yo estrujo el sombrero o mastico el programa. Los otros
días ella va a ver a su madre y yo atiendo la contabilidad de dos panaderías,
cuyos propietarios —dos gallegos y un mallorquín— ganan lo suficiente
fabricando bizcochos con huevos podridos, pero más aun regentando las amuebladas
más concurridas de la zona sur. De modo que cuando regreso a casa, ella está
durmiendo o —cuando volvemos juntos— cenamos y nos acostamos en seguida,
cansados como animales. Muy pocas noches nos queda cuerda para el consumo
conyugal, y así, sin leer un solo libro, sin comentar siquiera las discusiones
entre mis compañeros o las brutalidades de su jefe, que se llama así mismo un
pan de Dios y al que ellos denominan pan duro, sin decirnos a veces buenas
noches, nos quedamos dormidos sin apagar la luz, porque ella quería leer el
crimen y yo la página de deportes.
Los comentarios
quedan para un sábado como este. (Porque en realidad era un sábado, el final de
una siesta de sábado.) Yo me levanto a las tres y media y preparo el té con
leche y lo traigo a la cama y ella se despierta entonces y pasa revista a la
rutina semanal y pone al día mis calcetines antes de levantarse a las cinco
menos cuarto para escuchar la hora del bolero. Sin embargo, este sábado no
hubiera sido de comentarios, porque anoche después del cine me excedí en el
elogio de Margaret Sullavan y ella sin titubear, se puso a pellizcarme y, como
yo seguía inmutable, me agredió con algo más temible y solapado como la
descripción simpática de un compañero de la tienda, y es una trampa, claro,
porque la actriz es una imagen y el tipo ese todo un baboso de carne y hueso.
Por esa estupidez nos acostamos sin hablarnos y esperamos una media hora con la
luz apagada, a ver si el otro iniciaba el tramite reconciliatorio. Yo no tenía
inconveniente en ser el primero, como en tantas otras veces, pero el sueño
empezó antes de que terminara el simulacro de odio y la paz fue postergada para
hoy, para el espacio blanco de esta siesta.
Por eso, cuando
vi que llovía, pensé que era mejor, porque la inclemencia exterior reforzaría
automáticamente nuestra intimidad y ninguno de los dos iba a ser tan idiota
como para pasar de trompa y en silencio una tarde lluviosa de sábado que
necesariamente deberíamos compartir en un departamento de dos habitaciones,
donde la soledad virtualmente no existe y todo se reduce a vivir frente a
frente. Ella se despertó con quejidos, pero yo no pensé nada malo. Siempre se
queja al despertarse.
Pero cuando se
despertó del todo e investigue en su rostro, la note verdaderamente mal, con el
sufrimiento patente en las ojeras. No me acordé entonces de que no nos
hablábamos y le pregunté que le pasaba. Le dolía en el costado. Le dolía muy
fuerte y estaba asustada.
Le dije que iba
a llamar a la doctora y ella dijo que si, que la llamara en seguida. Trataba de
sonreír pero tenía los ojos tan hundidos, que yo vacilaba entre quedarme con
ella o ir a hablar por teléfono. Después pensé que si no iba se asustaría más y
entonces baje y llame a la doctora.
El tipo que
atendió dijo que no estaba en casa. No sé por qué se me ocurrió que mentía y le
dije que no era cierto, porque yo la había visto entrar. Entonces me dijo que
esperara un instante y al cabo de cinco minutos volvía al aparato e inventó que
yo tenía suerte, porque en este momento había llegado. Le dije mire que bien y
le hice anotar la dirección y la urgencia.
Cuando regrese,
Gloria estaba mareada y aquello le dolía mucho más. Yo no sabía qué hacer. Le
puse una bolsa de agua caliente y después una bolsa de hielo. Nada la calmaba y
le di una aspirina. A las seis la doctora no había llegado y yo estaba
demasiado nervioso como para poder alentar a nadie. Le conté tres o cuatro
anécdotas que querían ser alegres, pero cuando ella sonreía con una mueca me
daba bastante rabia porque comprendía que no quería desanimarme. Tome un vaso
de leche y nada más, porque sentía una bola en el estómago. A las seis y media
vino al fin la doctora. Es una vaca enorme, demasiado grande para nuestro
departamento. Tuvo dos o tres risitas estimulantes y después se puso a
apretarle la barriga. Le clavaba los dedos y luego soltaba de golpe. Gloria se
mordía los labios y decía si, que ahí le dolía, y allí un poco más, y allá más aún.
Siempre le dolía más.
La vaca aquella
seguía clavándole los dedos y soltando de golpe. Cuando se enderezo tenía ojos
de susto ella también y pidió alcohol para desinfectarse. En el corredor me
dijo que era peritonitis y que había que operar de inmediato. Le confesé que estábamos
en una mutualista y ella me aseguro que iba a hablar con el cirujano.
Bajé con ella y
telefoneé a la parada de taxis y a la madre. Subí por la escalera porque en el
sexto piso habían dejado abierto el ascensor. Gloria estaba hecha un ovillo y,
aunque tenía los ojos secos, yo sabía que lloraba. Hice que se pusiera mi
sobretodo y mi bufanda y eso me trajo el recuerdo de un domingo en que se
vistió de pantalones y campera, y nos reíamos de su trasero saliente, de sus
caderas poco masculinas.
Pero ahora ella
con mi ropa era sólo una parodia de esa tarde y había que irse en seguida y no
pensar. Cuando salíamos llego su madre y dijo pobrecita y abrígate por Dios.
Entonces ella pareció comprender que había que ser fuerte y se resignó a esa
fortaleza. En el taxi hizo unas cuantas bromas sobre la licencia obligada que
le darían en la tienda y que yo no iba a tener calcetines para el lunes y, como
la madre era virtualmente un manantial, ella le dijo si se creía que esto era
un episodio de radio. Yo sabía que cada vez le dolía más fuerte y ella sabía
que yo sabía y se apretaba contra mí.
Cuando la
bajamos en el sanatorio no tuvo más remedio que quejarse. La dejamos en una
salita y al rato vino el cirujano. Era un tipo alto, de mirada distraída y
bondadosa. Llevaba el guardapolvo desabrochado y bastante sucio. Ordeno que
saliéramos y cerró la puerta. La madre se sentó en una silla baja y lloraba
cada vez más. Yo me puse a mirar la calle; ahora no llovía. Ni siquiera tenía
el consuelo de fumar. Ya en la época de liceo era el único entre treinta y ocho
que no había probado nunca un cigarrillo. Fue en la época de liceo que conocí a
Gloria y ella tenía trenzas negras y no podía pasar cosmografía. Había dos
modos de trabar relación con ella. O enseñarle cosmografía o aprenderla juntos.
Lo último era lo apropiado y, claro, ambos la aprendimos.
Entonces salió
el médico y me preguntó si yo era el hermano o el marido. Yo dije que el marido
y el tosió como un asmático. “No es peritonitis”, dijo, “la doctora esa es una
burra”. “Ah”, “Es otra cosa. Mañana lo sabremos mejor.” Mañana. Es decir que.
“Lo sabremos mejor si pasa esta noche. Si la operábamos, se acaba. Es bastante
grave pero si pasa hoy, creo que se salva”. Le agradecí —no sé qué le agradecí—
y el agregó: “La reglamentación no lo permite, pero esta noche puede
acompañarla.”
Primero paso una
enfermera con mi sobretodo y mi bufanda. Después paso ella en una camilla, con
los ojos cerrados, inconsciente.
A las ocho pude
entrar en la salita individual donde habían puesto a Gloria. Además de la cama
había una silla y una mesa. Me senté a horcajadas sobre la silla y apoyé los
codos en el respaldo. Sentía un dolor nervioso en los párpados, como si tuviera
los ojos excesivamente abiertos. No podía dejar de mirarla. La sabana
continuaba en la palidez de su rostro y la frente estaba brillante, cerosa. Era
una delicia sentirla respirar, aun así con los ojos cerrados. Me hacia la
ilusión de que no me hablaba sólo porque a mí me gustaba Margaret Sullavan, de
que yo no le hablaba porque su compañero esa simpático. Pero, en el fondo, yo
sabía la verdad y me sentía como en el aire, como si este insomnio fuera una
lamentable irrealidad que me exigía esta tensión momentánea, una tensión que de
un momento a otro iba a terminar.
Cada eternidad
sonaba a lo lejos un reloj y había transcurrido solamente una hora. Una vez me
levante y salí al corredor y camine unos pasos. Me salió un tipo al encuentro,
mordiendo un cigarrillo y preguntándome con un rostro gesticuloso y radiante
“Así que usted también está de espera?” Le dije que sí, que también esperaba.
“Es el primero”, agrego, “parece que da trabajo”. Entonces sentí que me
aflojaba y entre otra vez en la salita a sentarme a horcajadas en la silla. Empecé
a contar las baldosas y a jugar juegos de superstición, haciéndome trampas.
Calculaba a ojo el número de baldosas que había en una hilera y luego me decía
que si era impar se salvaba. Y era impar. También se salvaba si sonaban las
campanadas del reloj antes de que contara diez. Y el reloj sonaba al contar
cinco o seis. De pronto me hallé pensando: “Si pasa de hoy...” y me entró el
pánico. Era preciso asegurar el futuro, imaginarlo a todo trance. Era preciso
fabricar un futuro para arrancarla de esta muerte en cierne. Y me puse a pensar
que en la licencia anual iríamos a Floresta, que el domingo próximo —porque era
necesario crear un futuro bien cercano— iríamos a cenar con mi hermano y su
mujer y nos reiríamos con ellos del susto de mi suegra, que yo haría publica mi
ruptura formal con Margaret Sullavan, que Gloria y yo tendríamos un hijo, dos
hijos, cuatro hijos y cada vez yo me pondría a esperar impaciente en el
corredor.
Entonces entró
una enfermera y me hizo salir para darle una inyección. Después volví y seguí formulando
ese futuro fácil, transparente. Pero ella sacudió la cabeza, murmuró algo y
nada más. Entonces todo el presente era ella luchando por vivir, sólo ella y yo
y la amenaza de la muerte, sólo yo pendiente de las aletas de su nariz que
benditamente se abrían y se cerraban, sólo esta salita y el reloj sonando.
Entonces extraje
la libreta y empecé a escribir esto, para leérselo a ella cuando estuviéramos
otra vez en casa, para leérmelo a mí cuando estuviéramos otra vez en casa. Otra
vez en casa. Que bien sonaba. Y sin embargo parecía lejano, tan lejano como la
primera mujer cuando uno tiene once años, como el reumatismo cuando uno tiene
veinte, como la muerte cuando sólo era ayer. De pronto me distraje y pensé en
los partidos de hoy, en si los habrían suspendido por la lluvia, en el juez
inglés que debutaba en el Estadio, en los asientos contables que escrituré esta
mañana. Pero cuando ella volvió a penetrar por mis ojos, con la frente
brillante y cerosa, con la boca seca masticando su fiebre, me sentí
profundamente ajeno en ese sábado que habría sido el mío.
Eran las once y
media y me acordé de Dios, de mi antigua esperanza de que acaso existiera. No
quise rezar, por estricta honradez. Se reza ante aquello en que se cree
verdaderamente. Yo no puedo creer verdaderamente en él. Sólo tengo la esperanza
de que exista. Después me di cuenta de que yo no rezaba solo para ver si mi
honradez lo conmovía. Y entonces recé. Una oración aplastante, llena de
escrúpulos, brutal, una oración como para que no quedasen dudas de que yo no
quería no podía adularlo, una oración a mano armada. Escuchaba mi propio
balbuceo mental, pero escuchaba sólo la respiración de Gloria, difícil,
afanosa. Otra eternidad y sonaron las doce. Si pasa de hoy. Y había pasado.
Definitivamente había pasado y seguía respirando y me dormí. No soñé nada.
Alguien me
sacudió el brazo y eran las cuatro y diez. Ella no estaba. Entonces el médico
entró y le preguntó a la enfermera si me lo había dicho. Yo grite que sí, que
me lo había dicho —aunque no era cierto— y que el era un animal, un bruto más
bruto aún que la doctora, porque había dicho que si pasaba de hoy, y sin
embargo. Le grité, creo que hasta lo escupí frenético, y él me miraba
bondadoso, odiosamente comprensivo, y yo sabía que no tenía razón, porque el
culpable era yo por haberme dormido, por haberla dejado sin mi única mirada,
sin su futuro imaginado por mí, sin mi oración hiriente, castigada.
Y entonces pedí
que me dijeran en donde podía verla. Me sostenía una insulsa curiosidad por
verla desaparecer, llevándose consigo todos mis hijos, todos mis feriados, toda
mi apática ternura hacia Dios.
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