Réquiem con tostadas
Sí, me llamo Eduardo. Usted me lo pregunta para entrar de
algún modo en conversación, y eso puedo entenderlo. Pero usted hace mucho que
me conoce, aunque de lejos. Como yo lo conozco a usted. Desde la época en que
empezó a encontrarse como mi madre en el café de Larrañaga y Rivera, o en éste
mismo. No crea que los espiaba. Nada de eso. Usted a lo mejor lo piensa, pero
es porque no sabe toda la historia. ¿O acaso mamá se la contó?. Hace tiempo que
yo tenía ganas de hablar con usted, pero no me atrevía. Así que, después de
todo, le agradezco que me haya ganado de mano. ¿Y sabe por qué tenía ganas de
hablar con usted?. Porque tengo la impresión de que usted es un buen tipo. Y
mamá también era buena gente. No hablábamos mucho de ella y yo. En casa, o
reinaba el silencio, o tenía la palabra mi padre. Pero el Viejo hablaba casi
exclusivamente cuando venía borracho, o sea casi todas las noches, y entonces
más bien gritaba. Los tres le teníamos miedo: mamá, mi hermanita Mirta y yo.
Ahora tengo trece años y medio, y aprendí muchas cosas, entre otras que los
tipos que gritan y castigan e insultan, son en el fondo unos pobres diablos.
Pero entonces yo era mucho más chico y no lo sabía. Mirta no lo sabe ni
siquiera ahora, pero ella es tres años menor que yo, y sé que a veces en la
noche se despierta llorando. Es el miedo. ¿Usted alguna vez tuvo miedo? A Mirta
siempre le parece que el Viejo va a aparecer borracho, y que se va a quitar el
cinturón para pegarle. Todavía no se ha acostumbrado a la nueva situación. Yo,
en cambio, he tratado de acostumbrarme. Usted apareció hace un año y medio,
pero el Viejo se emborrachaba desde hace mucho más, y no bien agarró ese vicio
nos empezó a pegar a los tres. A Mirta y a mí nos daba con el cinto, duele
bastante, pero a mamá le pegaba con el puño cerrado. Porque sí nomás, sin mayor
motivo: porque la sopa estaba demasiado caliente, o porque estaba demasiado
fría, o porque no lo había esperado despierta hasta las tres de la madrugada, o
porque tenía los ojos hinchado de tanto llorar. Después, con el tiempo, mamá
dejó de llorar. Yo no sé cómo hacía, pero cuando él le pegaba, ella ni siquiera
se mordía los labios, y no lloraba, y eso al Viejo le daba todavía más rabia.
Ella era consciente de eso, y sin embargo prefería no llorar. Usted conoció a
mamá cuando ella ya había aguantado y sufrido mucho, pero sólo cuatro años
antes (me acuerdo perfectamente) todavía era muy linda y tenía buenos colores.
Además era una mujer fuerte. Algunas noches, cuando por fin el Viejo caía
estrepitosamente y de inmediato empezaba a roncar, entre ella y yo lo
levantábamos y lo llevábamos hasta la cama. Era pesadísimo, y además aquello
era como levantar a un muerto. La que hacía casi toda la fuerza era ella. Yo
apenas si me encargaba de sostener una pierna, con el pantalón todo embarrado y
el zapato marrón con los cordones sueltos. Usted seguramente creerá que el
Viejo toda la vida fue un bruto. Pero no. A papá lo destruyó una porquería que
le hicieron. Y se la hizo precisamente un primo de mamá, ese que trabaja en el
Municipio. Yo no supe nunca en qué consistió la porquería, pero mamá disculpaba
en cierto modo los arranques del Viejo porque ella se sentía un poco responsable
de que alguien de su propia familia lo hubiera perjudicado en aquella forma. No
supe nunca qué clase de porquería le hizo, pero la verdad era que papá, cada
vez que se emborrachaba, se lo reprochaba como si ella fuese la única culpable.
Antes de la porquería, nosotros vivíamos muy bien. No en cuanto a la plata,
porque tanto yo como mi hermana nacimos en el mismo apartamento (casi un
conventillo) junto a Villa Dolores, el sueldo de papá nunca alcanzó para nada,
y mamá siempre tuvo que hacer milagros para darnos de comer y comprarnos de vez
en cuando alguna tricota o algún par de alpargatas. Hubo muchos días en que
pasábamos hambre (si viera qué feo es pasar hambre), pero en esa época por lo
menos había paz. El Viejo no se emborrachaba, ni nos pegaba, y a veces hasta
nos llevaba a la metinée. Algún raro domingo en que había plata. Yo creo que
ellos nunca se quisieron demasiado. Eran muy distintos. Aún antes de la
porquería, cuando papá todavía no tomaba, ya era un tipo bastante alunado. A
veces se levantaba al mediodía y no le hablaba a nadie, pero por lo menos no
nos pegaba ni la insultaba a mamá. Ojalá hubiera seguido así toda la vida.
Claro que después vino la porquería y él se derrumbó, y empezó a ir al boliche
y a llegar siempre después de media noche, con un olor a grapa que apestaba. En
los últimos tiempos todavía era peor, porque también se emborrachaba de día y
ni siquiera nos dejaba ese respiro. Estoy seguro de que los vecinos escuchaban
todos los gritos, pero nadie decía nada, claro, porque papá es un hombre
grandote y le tenían miedo. También yo le tenía miedo, no sólo por mí y por
Mirta, sino especialmente por mamá. A veces yo no iba a la escuela, no para
hacer la rabona, sino para quedarme rondando la casa, ya que siempre temía que
el Viejo llegara durante el día, más borracho que de costumbre, y la moliera a
golpes. Yo no la podía defender, usted ve lo flaco y menudo que soy, y todavía
entonces lo era más, pero quería estar cerca para avisar a la policía. ¿Usted
se enteró de que ni papá ni mamá eran de ese ambiente?. Mis abuelos de uno y
otro lado, no diré que tienen plata, pero por lo menos viven en lugares
decentes, con balcones a la calle y cuartos con bidet y bañera. Después que
pasó todo, Mirta se fue a vivir con mi abuela Juana, la madre de mi papá, y yo
estoy por ahora en casa de mi abuela Blanca, la madre de mamá. Ahora casi se
pelearon por recogernos, pero cuando papá y mamá se casaron, ellas se habían
opuesto a ese matrimonio (ahora pienso que a lo mejor tenían razón) y cortaron las
relaciones con nosotros. Digo nosotros, porque papá y mamá se casaron cuando yo
ya tenía seis meses. Eso me lo contaron una vez en la escuela, y yo le reventé
la nariz al Beto, pero cuando se lo pregunté a mamá, ella me dijo que era
cierto. Bueno, yo tenía ganas de hablar con usted, porque (no sé qué cara va a
poner) usted fue importante para mí, sencillamente porque fue importante para
mi mamá. Yo la quise bastante, como es natural, pero creo que nunca podré
decírselo. Teníamos siempre tanto miedo, que no nos quedaba tiempo para mimos.
Sin embargo, cuando ella no me veía, yo la miraba y sentía no sé qué, algo así
como una emoción que no era lástima, sino una mezcla de cariño y también de
rabia por verla todavía joven y tan acabada, tan agobiada por una culpa que no
era suya, y por un castigo que no se merecía. Usted a lo mejor se dio cuenta,
pero yo le aseguro que mi madre era inteligente, por cierto bastante más que mi
padre, creo, y eso era para mí lo peor: saber que ella veía esa vida horrible
con los ojos bien abiertos, porque ni la miseria ni los golpes ni siquiera el
hambre, consiguieron nunca embrutecerla. La ponían triste, eso sí. A veces se
le formaban unas ojeras casi azules, pero se enojaba cuando yo le preguntaba si
le pasaba algo. En realidad, se hacía la enojada. Nunca la vi realmente mala
conmigo. Ni con nadie. Pero antes de que usted apareciera, yo había notado que
cada vez estaba más deprimida, más apagada, más sola. Tal vez por eso fue que
pude notar mejor la diferencia. Además, una noche llegó un poco tarde (aunque
siempre mucho antes que papá) y me miró de una manera distinta, tan distinta
que yo me di cuenta de que algo sucedía. Como si por primera vez se enterara de
que yo era capaz de comprenderla. Me abrazó fuerte, como con vergüenza, y
después me sonrió. ¿Usted se acuerda de su sonrisa? Yo sí me acuerdo. A mí me
preocupó tanto ese cambio, que falté dos o tres veces al trabajo (en los
últimos tiempos hacía el reparto de un almacén) para seguirla y saber de qué se
trataba. Fue entonces que los vi. A usted y a ella. Yo también me quedé
contento. La gente puede pensar que soy un desalmado, y quizá no esté bien eso
de haberme alegrado porque mi madre engañaba a mi padre. Puede pensarlo. Por
eso nunca lo digo. Con usted es distinto. Usted la quería. Y eso para mí fue
algo así como una suerte. Porque ella se merecía que la quisieran. Usted la
quería ¿verdad que sí? Yo los vi muchas veces y estoy casi seguro. Claro que al
Viejo también trato de comprenderlo. Es difícil, pero trato. Nunca lo pude
odiar, ¿me entiende? Será porque, pese a lo que hizo, sigue siendo mi padre.
Cuando nos pegaba, a Mirta y a mí, o cuando arremetía contra mamá, en medio de
mi terror yo sentía lástima. Lástima por él, por ella, por Mirta, por mí.
También la siento ahora, ahora que él ha matado a mamá y quién sabe por cuánto
tiempo estará preso. Al principio, no quería que yo fuese, pero hace por lo
menos un mes que voy a visitarlo a Miquelete y acepta verme. Me resulta extraño
verlo al natural, quiero decir sin encontrarlo borracho. Me mira, y la mayoría
de las veces no dice nada. Yo creo que cuando salga, ya no me va a pegar.
Además, yo seré un hombre, a lo mejor me habré casado y hasta tendré hijos.
Pero yo a mis hijos no les pegaré, ¿no le parece? Además estoy seguro de que
papá no habría hecho lo que hizo si no hubiese estado tan borracho. ¿O usted
cree lo contrario? ¿Usted cree que, de todos modos hubiera matado a mamá esa
tarde en que, por seguirme y castigarme a mí, dio finalmente con ustedes dos?
No me parece. Fíjese que a usted no le hizo nada. Sólo más tarde, cuando tomó
más grapa que de costumbre, fue que arremetió contra mamá. Yo pienso que, en
otras condiciones, él habría comprendido que mamá necesitaba cariño, necesitaba
simpatía, y que él en cambio sólo le había dado golpes. Porque mamá era buena.
Usted debe saberlo tan bien como yo. Por eso, hace un rato, cuando usted se me
acercó y me invitó a tomar un capuchino con tostadas, aquí en el mismo café
donde se citaba con ella, yo sentí que tenía que contarle todo esto. A lo mejor
usted no lo sabía, o sólo sabía una parte, porque mamá era muy callada y sobre
todo no le gustaba hablar de sí misma. Ahora estoy seguro de que hice bien.
Porque usted está llorando, y, ya que mamá está muerta, eso es algo así como un
premio para ella, que no lloraba nunca.
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