Don Quijote
Marco Polo había dictado su libro de las maravillas en la cárcel de Génova.
Exactamente tres siglos después, Miguel de Cervantes, preso por deudas,
engendró a don Quijote de La Mancha en la cárcel de Sevilla.
Y ésa fue otra aventura de la libertad, nacida en prisión.
Metido en su armadura de latón, montado en su rocín hambriento, don
Quijote parecía destinado al perpetuo ridículo. Este loquito se creía personaje
de novela de caballería y creía que las novelas de caballería eran libros de
historia.
Pero los lectores, que desde hace siglos nos reímos de él, nos reímos con él.
Una escoba es un caballo para el niño que juega, mientras el juego dura, y
mientras dura la lectura compartimos las estrafalarias desventuras de don
Quijote y las hacemos nuestras. Tan nuestras las hacemos que convertimos en
héroe al antihéroe, y hasta le atribuimos lo que no es suyo. Ladran, Sancho, señal
que cabalgamos es la frase que los políticos citan con más frecuencia. Don Quijote
jamás la dijo.
El caballero de la triste figura llevaba más de tres siglos y medio de
malandanzas por los caminos del mundo, cuando el Che Guevara escribió la
última carta a sus padres. Para decir adiós, no eligió una cita de Marx. Escribió:
Otra vez siento bajo mis talones el costillar de Rocinante. Vuelvo al camino con mi
adarga al brazo.
Navega el navegante, aunque sepa que jamás tocará las estrellas que lo
guían.
- Eduardo Galeano, en el libro "Espejos: una historia casi universal"
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