jueves, 31 de marzo de 2016

Eduardo Galeano - Paradojas





Paradojas

Si la contradicción es el pulmón de la historia, la paradoja  ha de ser, se me ocurre, el espejo que la historia usa para tomarnos el pelo.

Ni el propio hijo de Dios se salvó de la paradoja. Él eligió para nacer, un desierto subtropical donde jamás ha nevado, pero la nieve se convirtió en un símbolo universal de la navidad desde que Europa decidió europear a Jesús. Y para más inri, el nacimiento de Jesús es, hoy por hoy, el negocio que más dinero da a los mercaderes que Jesús había expulsado del templo.

Napoleón Bonaparte, el más francés de los franceses, no era francés. No era ruso José Stalin, el más ruso de  los rusos; y el más alemán de los alemanes, Adolfo Hitler había nacido en Austria. Margherita Sarfatti, la mujer más amada por el antisemita Mussolini, era judía. José Carlos Mariátegui, el más marxista de los marxistas latinoamericanos, creía fervorosamente en Dios. El Che Guevara había sido declarado completamente inepto para la vida militar por el ejército argentino.

De manos de un escultor llamado Aleijadinho, que era el más feo de los brasileños, nacieron las más altas hermosuras del Brasil. Los negros norteamericanos, los más oprimidos, crearon el jazz, que es la más libre de las músicas. En el encierro de la cárcel fue concebido Don Quijote, el más andante de los caballeros. Y para colmo de paradojas, Don Quijote nunca dijo su frase más célebre. Nunca dijo, ladran sancho, señal que cabalgamos.

"Te noto nerviosa", dice el histérico. "Te odio", dice la enamorada. "No habrá devaluación" dice, en vísperas de devaluación, el ministro de Economía. "Los militares respetan la Constitución", dice en vísperas del golpe de estado el ministro de Defensa.

En su guerra contra la revolución sandinista, el gobierno de los Estados Unidos coincidía, paradógicamente con el Partido Comunista de Nicaragua. Y paradójicas habían sido, al fin y al cabo, las barricadas sandinistas durante la dictadura de Somoza: las barricadas que cerraban la calle, abrían el camino.



- Eduardo Galeano, en "El libro de los abrazos"



domingo, 27 de marzo de 2016

Eduardo Galeano - Historia del hombre que amó a una estrella





Historia del hombre que en el alto cielo amó a una estrella, y fue por ella abandonado


Había robos pero no había ladrones en el valle del Cuzco. Los robos ocurrían durante la noche, en el huerto que tenía las mejores papas. El dueño vigilaba, toda la noche pasaba sin pegar los ojos, pero en algún momento se le caían los párpados, y en ese instantito desaparecían las papas dejando agujeros recién escarbados en los surcos. 
Una noche, el hombre mintió. Se acostó a pata suelta, en medio del plantío, y roncando espiaba con un ojo. Y así pasaron las horas, y cuando no mucho faltaba para el amanecer, un violento resplandor lo hizo saltar.

El susto de tanta luz lo dejó ciego. No eran ladrones: eran ladronas. A manotazos consiguió atrapar a una. Las demás huyeron en ráfaga hacia el cielo y allá en lo alto quedaron, encendiendo el fin de la noche. La estrella prisionera prometió devolver todas las papas, y suplicó:
—No me obligues a vivir en la tierra.
Pero él no la soltó. Cubrió con ropa de lana su luminosa desnudez y la encerró en su casa.
Al tiempo, tuvieron un hijo, que murió al nacer.

Y un atardecer, en un descuido, la lumbrera escapó a las alturas. Gracias al cóndor, el hombre subió tras ella.
El hombre y el cóndor iban envejeciendo en la larga travesía, y tenían siglos de edad cuando el viaje culminó. Pero no bien llegaron, se sumergieron en el lago del tiempo, y nadaron y emergieron jóvenes.
Y entonces él se lanzó a recorrer la resplandeciente bruma de la Vía Láctea. Y en la peregrinación, reconoció a su estrella. Y le suplicó que lo dejara estar.

En un escondite del cielo, vivieron juntos. Cada atardecer, ella se iba con sus hermanas, a iluminar la noche del universo. Y cada amanecer volvía, y traía alimentos terrestres que encontraba deslizándose en los graneros del sol y de la luna. Así fue lo que fue, hasta que ya no fue.
Una mañana la estrella no llegó, y nunca más llegó, y el hombre deambuló por la fría neblina del cielo, hambriento y solo, llamándola a gritos. El cóndor lo devolvió a la tierra, y en la tierra murió de pena.

Nada alcanzó a contar. De su boca, que no abría ni para comer, no salió palabra. Quizás porque había quedado embobado, estrellado; o quizás porque presentía que aquí en la tierra tomarían su historia por evidente mentira o alucinación de un pobre mortal creyéndose dios en el trono del reino de la noche.

En cuanto a ella, los estrellólogos no coinciden. Hay quien dice que se le desamoró el amor y hay quien dice que no hay por qué llamar amor a lo que fue lástima o curiosidad.
Algunos sostienen que ella echó al hombre porque no quiso verlo morir. Según estos especialistas, las estrellas no entienden nuestra costumbre de vivir nada más que un ratito, y tampoco entienden nuestras ganas locas de subir al cielo: nada saben las estrellas del humano morir, pero sí saben que más allá de las nubes no puede la gente renacer en los hijos que tiene, ni en las papas que planta, ni en los amores que deja.
Otros opinan que fue un adiós obligado. El sol y la luna habrían advertido a la estrella que debía buscarse otra galaxia donde vivir con el intruso. Así, no se podía seguir: en cada pelea conyugal, el hombre envejecía cien años y ella quedaba completamente a oscuras. Es verdad que después, cuando los dos se perdonaban la estupidez de odiarse, él recuperaba el siglo gastado y ella multiplicaba su esplendor; pero la paz del firmamento no podía permitirse aquellos sobresaltos. Y fue entonces, al parecer, que los amos del cielo decidieron renunciar a las papas, que tanto les gustaban, y el camino hacia la tierra fue borrado por siempre jamás.

La estrella se arrepintió de haber obedecido la orden que la condenaba a la soledad. Así lo afirma un estudioso que se ha pasado la vida fotografiando a las estrellas fugaces. Él está seguro, y dice tener pruebas: las estrellas fugaces son todas iguales, porque todas son una. Esa única luz, errante y mojada, es la estrella que una vez conoció el peligro y la fiesta del abrazo humano, y se asustó y huyó y fue perseguida y encontrada. Desde entonces su cuerpo mudo, que por el hombre cantó, supo que había nacido para ser dos o ninguno; y ahora anda volando locamente, a través de la noche, en busca del perdido camino de este mundo.



- Eduardo Galeano, en el libro "Las Palabras Andantes"







Eduardo Galeano - El hijo






El hijo

Nadie sabe cómo: Yahvé, el único dios que nunca hizo el amor, fue padre de un hijo. 
Según los evangelios, el hijo llegó al mundo cuando Herodes reinaba en Galilea. Como Herodes murió cuatro años antes del comienzo de la era cristiana, Jesús ha de haber nacido por lo menos cuatro años antes de Cristo. 
En qué año, no se sabe. Tampoco el día, ni el mes. Jesús ya había pasado casi cuatro siglos sin cumpleaños cuando san Gregorio Nacianceno le otorgó, en el año 379, certificado de nacimiento. Jesús había nacido un 25 de diciembre. Así, la Iglesia Católica hizo suyo, una vez más, el prestigio de las idolatrías. Según la tradición pagana, ése era el día en que el sagrado sol iniciaba su camino contra la noche, a través de las tinieblas del invierno. 
Haya ocurrido cuando haya ocurrido, seguramente no se festejó aquella primera noche de paz, noche de amor, con esa cohetería de guerra que ahora nos deja sordos. Seguramente no hubo estampitas mostrando al bebé de rulitos rubios que aquel recién nacido no era; como no eran tres, ni eran reyes, ni eran magos, los tres reyes magos que iban camino al pesebre de Belén, tras una estrella viajera que nadie vio nunca. Y seguramente, también, aquella primera Navidad, que tan malas noticias traía para los mercaderes del templo, no fue ni quiso ser una promesa de ventas espectaculares para los mercaderes del mundo. 



- Eduardo Galeano, en el libro "Espejos: una historia casi universal"






sábado, 26 de marzo de 2016

Eduardo Galeano - Ventana sobre una mujer







Ventana sobre una mujer (I) 

Esa mujer es una casa secreta. En sus rincones, guarda voces y esconde fantasmas. En las noches de invierno, humea. Quien en ella entra, dicen, nunca más sale. Yo atravieso el hondo foso que la rodea. En esa casa seré habitado. En ella me espera el vino que me beberá. Muy suavemente golpeo a la puerta, y espero. 


Ventana sobre una mujer (II) 

La otra llave no gira en la puerta de calle. La otra voz, cómica, desafinada, no canta desde la ducha. En el baño no hay huellas de otros pies mojados. Ningún olor caliente viene de la cocina. Una manzana a medio comer, marcada por otros dientes, empieza a pudrirse sobre la mesa. Un cigarrillo a medio fumar, muerto gusano de ceniza, tiñe el borde del cenicero. Pienso que debería afeitarme. Pienso que debería vestirme. Pienso que debería. Llueve agua sucia dentro de mí. 


Ventana sobre una mujer (III) 

Nadie podrá matar aquel tiempo, nadie nunca podrá: ni siquiera nosotros. Digo: mientras estés, donde estés, o mientras esté yo. Dice el almanaque que aquel tiempo, aquel tiempito, ya no es; pero esta noche mi cuerpo desnudo te está transpirando.




- Eduardo Galeano, en el libro "Las Palabras Andantes"







Eduardo Galeano - Ventana sobre el miedo








Ventana sobre el miedo 

El hambre desayuna miedo. El miedo al silencio aturde las calles.
El miedo amenaza:
Sí usted ama, tendrá sida.
Si fuma, tendrá cáncer.
Si respira, tendrá contaminación.
Si bebe, tendrá accidentes.
Si come, tendrá colesterol.
Si habla, tendrá desempleo.
Si camina, tendrá violencia.
Si piensa, tendrá angustia.
Si duda, tendrá locura.
Si siente, tendrá soledad.



- Eduardo Galeano, en el libro "Las Palabras Andantes"






Eduardo Galeano - Don Quijote







Don Quijote 

Marco Polo había dictado su libro de las maravillas en la cárcel de Génova. Exactamente tres siglos después, Miguel de Cervantes, preso por deudas, engendró a don Quijote de La Mancha en la cárcel de Sevilla. Y ésa fue otra aventura de la libertad, nacida en prisión. 

Metido en su armadura de latón, montado en su rocín hambriento, don Quijote parecía destinado al perpetuo ridículo. Este loquito se creía personaje de novela de caballería y creía que las novelas de caballería eran libros de historia. 
Pero los lectores, que desde hace siglos nos reímos de él, nos reímos con él. Una escoba es un caballo para el niño que juega, mientras el juego dura, y mientras dura la lectura compartimos las estrafalarias desventuras de don Quijote y las hacemos nuestras. Tan nuestras las hacemos que convertimos en héroe al antihéroe, y hasta le atribuimos lo que no es suyo. Ladran, Sancho, señal que cabalgamos es la frase que los políticos citan con más frecuencia. Don Quijote jamás la dijo. 

El caballero de la triste figura llevaba más de tres siglos y medio de malandanzas por los caminos del mundo, cuando el Che Guevara escribió la última carta a sus padres. Para decir adiós, no eligió una cita de Marx. Escribió: Otra vez siento bajo mis talones el costillar de Rocinante. Vuelvo al camino con mi adarga al brazo
Navega el navegante, aunque sepa que jamás tocará las estrellas que lo guían. 



- Eduardo Galeano, en el libro "Espejos: una historia casi universal"




viernes, 25 de marzo de 2016

Eduardo Galeano - De deseo somos






De deseo somos  

La vida, sin nombre, sin memoria, estaba sola. Tenía manos, pero no tenía a quién tocar. Tenía boca, pero no tenía con quién hablar. La vida era una, y siendo una era ninguna. 
Entonces el deseo disparó su arco. Y la flecha del deseo partió la vida al medio, y la vida fue dos. 
Los dos se encontraron y se rieron. Les daba risa verse, y tocarse también.  



- Eduardo Galeano, en el libro "Espejos: una historia casi universal"





Eduardo Galeano - La noche









La noche (1)

No consigo dormir. Tengo una mujer atravesada entre los parpados. Si pudiera, le diría que se vaya; pero tengo una mujer atravesada en la garganta.



La noche (2)


Arránqueme, señora, las ropas y las dudas. Desnúdeme, desdúdeme.



La noche (3)


Yo me duermo a la orilla de una mujer: yo me duermo a la orilla de una abismo




- Eduardo Galeano, en "El libro de los abrazos"




jueves, 24 de marzo de 2016

Eduardo Galeano - Historia de la intrusa








Y al séptimo día, Dios descansó. 
Y recuperó la plenitud de su energía.
 Y al octavo día, la creó. 
(Génesis, 2.1)

Viniste por el río, en la noche de tu boda. Todo el pueblo estaba de boca abierta en el muelle, cuando llegaste desde la oscuridad, erguida sobre la espuma. Las salpicaduras del agua te habían pegado al cuerpo la túnica blanca, y una diadema de cocuyos vivos te encendía la cara. 
Lucho Cabalgante te había cambiado por seis vacas, que eran todo lo que tenía, para que tu hermosura le sanara el cuerpo agraviado por la soledad y humillado por los años. 
La noche fue fiesta. Y al amanecer, bajo una lluvia de arroz, la balsa dio cuatro vueltas en el río y ustedes se alejaron, perseguidos por los adioses de las guitarras y las maracas.

A la noche siguiente, la balsa volvió. Venías parada. 
Lucho Cabalgante, tendido cuan largo era. Lucho había muerto sin tocarte, mientras la túnica blanca se deslizaba lentamente a lo largo de tu cuerpo y caía, hecha un ovillo, a tus pies. Mirándote, le había estallado el pecho. 
Lo velaran tapado, porque estaba todo violeta y con la lengua salida. Y durante la vela, los dos hermanos de Lucho se acuchillaron entre sí, disputándote en herencia, hembra sola, invicta y viuda. Hubo que abrir tres tumbas.

Te quedaste en el pueblo. 
El padre de los difuntos no te perdía pisada. Desde la orilla, el viejo Cabalgante te perseguía con sus prismáticos, mientras hacías cantar los remolinos: al amanecer, girabas en el agua tu remo de pala ancha y una música ronquita brotaba de la espuma. Tu cantío de las pompas del agua era más poderoso que la campana de la iglesia. La canoa danzaba, los peces acudían y todos los hombres despertaban.
En el mercado, cambiabas sábalos y róbalos por mangos y piñas y aceite de palma. El viejo te andaba atrás, malandando su reuma, espiándote los pasos. Y cuando te tendías en la hamaca, te espiaba los sueños.
El viejo no comía ni dormía. Desangrado por los celos, torbellino de mosquitos que lo mordían día y noche, fue perdiendo su carne y su aliento. Y cuando no quedó de él nada más que un puñado de huesos mudos, lo enterraron junto a sus hijos.

No usabas vestidos de la Casa París, ni pulseras, ni aretes, ni anillos, ni un broche siquiera para tu largo pelo negro, siempre brilloso de baños de cepa de plátano. Pero cada vez que pasabas cerca, Escolástico, que era paralítico, pegaba un brinco. Allá ibas navegando por las calles del pueblo, invulnerable al polvo y al barro, y Escolástico sentía que el destino lo llamaba a gritos y a gritos le mandaba entrar en tu cuerpo y allí quedarse por todos los días de los años que tuviera su vida.
—¿Qué hago yo aquí, fuera de ella?—se atormentaba Escolástico, hasta que una mañana, cuando te vio pasar, abandonó de un salto su silla de ruedas y corriendo pereció, atropellado por una bicicleta. 

Cuando había marea alta, el río le llegaba al pecho: Fortunato era capaz de hundir cualquier barco con un brazo, y con dos lo reflotaba. Insaciable devorador de peces crudos y mujeres frescas, aquél sansón alardeaba:
—Mi espada de mango peludo sólo hace hijos machos. 
Un rayo lo aniquiló, cuando iba a pegarte el zarpazo. El rayo, que cayó del cielo sin nubes, sorprendió a Fortunato con su espada tiesa y sus brazos estirados, a la orilla de la hamaca donde dormías; pero seguiste durmiendo serenamente, sin enterarte de nada, y de Fortunato no nos quedó más que un tronquito de carbón erizado en tres puntas. 

Llamados por tu fama de muy mujer, que se había regado por toda la costa del Pacífico, llegaron al pueblo un periodista y un fotógrafo del puerto de Buenaventura. 
Era noche bailandera. Estabas girando en el aire, al centro de un ruedo de aplausos, quietos los hombros, meneando las caderas, zumba que te zumban aquellos pies tuyos o alas de colibrí, y en oleajes se alzaba la espuma de los encajes sobre tus muslos oscuros y radiantes. El periodista alcanzó a musitar: 
—Qué suerte tuve, 
haber estado en el mundo, 
haberla visto, 
y ésas fueron sus últimas palabras. 
El fotógrafo se volvió loco. Queriendo atrapar tu imagen de mujer alada, tierra y cielo, suelo y vuelo, quedó por siempre tartamudo y tembleque. Fotografiaba estatuas y le salían movidas.

El padre Jovlno sintió una ráfaga de olor a mar y te descubrió en las cercanías. Echó un manotón de tierra hacia adelante, pronunció sus conjuros haciendo la señal de la cruz y echó otro puñado de tierra hacia atrás. Cuando advirtió que venías hacia la iglesia, cerró la puerta con doble llave y tranca de fierro y madera. 
—Padre—dijiste. 
Él retrocedió, despavorido. En el altar, se abrazó a la cruz.
—Padre—repetiste, pegada a la puerta. 
—¡Señor mío, no me abandones!—imploraba el sacerdote, transpirando a chorros, incendiado por los fuegos de su perdición. 
Venías a confesarte. Te fuiste. Ibas llorando gotas de hierbabuena.

Al día siguiente, el padre Jovino se untó de barro bendito y se tiró al río, en la vuelta honda, atado al Cristo. Al rato, los sacaron a los dos. El cura estaba ahogado y Jesusito, que antes sudaba y sangraba y hacía guiñadas, se dejó de parpadear y ya no echaba agua ni sangre, ni hacía milagros.

Siempre las mujeres te habían mirado con el ceño fruncido. Desde que habías llegado al pueblo, la lluvia no llovía y los hombres trabajaban poco y morían mucho. Alguien había visto espuelas en tus sandalias y alguien te había visto envuelta en nube de azufre. Era público y notorio que el río hervía y humeaba donde tu navegabas, y los peces te perseguían agitando frenéticamente las aletas; y se sabía que una culebra te visitaba cada noche, deslizándose hacia tu hamaca desde la palma del techo, y te hacía el favor.
Todo el pueblo te condenaba, bruja desdeñosa, más fiestera que rezandera, por tus artes de encantamiento y hechicería o por la culpa de tu belleza imperdonable.

Y una noche te fuiste. En tu canoa, de pie sobre las aguas, te desvaneciste en la niebla. 
Nadie te vio. Sólo yo te vi. Yo era muy niño, y ni te diste cuenta. 
Te veo todavía.

- Eduardo Galeano, en el libro "Las Palabras Andantes"

Eduardo Galeno - Ventana sobre un hombre de éxito





Ventana sobre un hombre de éxito


No puede mirar la luna sin calcular la distancia. 
No puede mirar un árbol sin calcular la leña. 
No puede mirar un cuadro sin calcular el precio. 
No puede mirar un menú sin calcular las calorías. 
No puede mirar un hombre sin calcular la ventaja. 
No puede mirar una mujer sin calcular el riesgo.



- Eduardo Galeano, en el libro "Las Palabras Andantes"

Eduardo Galeano - Historia de los siete prodigios






Historia de los siete prodigios 

Nunca hubo mujer tan difícil ni hombre más mago entre la boca del río de las Amazonas y la Bahía de Todos los Santos. Siete prodigios cumplió José para ganar los favores de María. 

El padre de María dijo: 
— Es un muerto de hambre. 
Entonces José desplegó en el aire un mantel de encajes, hecho por ninguna mano, y ordenó: 
— Póngase, mesa. 
Y un banquete de muchas fuentes humeantes fue servido por nadie sobre el mantel que flotaba en la nada. Y aquello fue una alegría para las bocas de todos. Pero María no comió ni un grano de arroz.

El rico del pueblo, señor de la tierra y de la gente, dijo: 
— Es un pobretón de mierda. 
Entonces José llamó a su cabra, que llegó brincando desde ninguna parte, y le ordenó: 
—Cague, cabra. 
Y la cabra cagó oro. Y hubo oro para las manos de todos. Pero María se puso de espaldas al fulgor.

El novio de María, que era pescador, dijo: 
— De pesca no entiende nada. 
Entonces José sopló desde la orilla de la mar. Sopló con pulmones que no eran sus pulmones, y ordenó: 
— Séquese, mar. 
Y la mar se retiró, dejando la arena toda plateada de peces. Y los peces desbordaron las cestas de todos. Pero María se apretó la nariz.

El difunto marido de María, que era un fantasma de fuego, dijo: 
— Lo haré carbón. 
Y las llamas atacaron a José por los cuatro costados. Entonces José ordenó, con voz que no era su voz: 
—Refrésqueme, fuego. 
Y se bañó en la hoguera. Y a todos se les salían los ojos. Pero María cerró sus párpados. 

El cura del pueblo dijo: 
—Merece el infierno. 
Y declaró a José culpable de brujería y pacto con el demonio. Entonces José atrapó al cura por el cuello y ordenó: 
—Estírese, brazo. 
Y el brazo de José, que ya no era su brazo, se llevó al cura hacía los ardientes abismos del universo. Y todos se quedaron con la boca abierta. Pero María gritó de horror. Y en un santiamén, el larguísimo brazo trajo de vuelta al cura chamuscado.

El policía dijo: 
— Merece la cárcel. 
Y se vino encima de José, garrote en mano. Entonces José ordenó: 
— Pegue, palo. 
Y el garrote del policía golpeó al policía, que salió corriendo, perseguido por su propia arma, y se perdió de vista. Y todos rieron. Y María también. Y María ofreció a José una hoja de cilantro y una rosa blanca.

El juez dijo: 
— Merece la muerte. 
Y José fue condenado por desacato, violación del derecho de propiedad del padre sobre la hija y del muerto sobre la viuda, atentado contra el orden, agresión a la autoridad y tentativa de curicidio. Y el verdugo alzó el hacha sobre el cuello de José, atado de pies y manos. Entonces José ordenó: 
— Aguante, pescuezo. 
Y el hacha golpeó, y el cuello la hizo pedazos. Y para todos fue una fiesta. Y todos celebraron la humillación de la ley humana y la derrota de la ley divina.

Y María ofreció a José un pedazo de queso y una rosa roja. Y a José, vencedor desnudo, vencedor vencido, le temblaron las rodillas.




-Eduardo Galeano, en el libro "Las Palabras Andantes"