domingo, 29 de mayo de 2016

Mario Benedetti - Sábado de Gloria






Sábado de Gloria


      Desde antes de despertarme, oí caer la lluvia. Primero pensé que serían las seis y cuarto de la mañana y debía ir a la oficina pero había dejado en casa de mi madre los zapatos de goma y tendría que meter papel de diario en los otros zapatos, los comunes, porque me pone fuera de mi sentir como la humedad me va enfriando los pies y los tobillos. Después creí que era domingo y me podía quedar un rato bajo las frazadas. Eso —la certeza del feriado— me proporciona siempre un placer infantil. Saber que puedo disponer del tiempo como si fuera libre, como si no tuviera que correr dos cuadras, cuatro de cada seis mañanas, para ganarle al reloj en que debo registrar mi llegada. Saber que puedo ponerme grave y pensar en temas importantes como la vida, la muerte, el fútbol y la guerra. Durante la semana no tengo tiempo. Cuando llego a la oficina me esperan cincuenta o sesenta asuntos a los que debo convertir en asientos contables, estamparles el sello de contabilizado en fecha y poner mis iniciales con tinta verde. A las doce tengo liquidados aproximadamente la mitad y corro cuatro cuadras para poder introducirme en la plataforma del ómnibus. Si no corro esas cuadras vengo colgado y me da nausea pasar tan cerca de los tranvías. En realidad no es nausea sino miedo, un miedo horroroso.
      Eso no significa que piense en la muerte sino que me da asco imaginarme con la cabeza rota o despanzurrado en medio de doscientos preocupados curiosos que se empinaran para verme y contarlo todo, al día siguiente, mientras saborean el postre en el almuerzo familiar. Un almuerzo familiar semejante al que liquido en veinticinco minutos, completamente solo, porque Gloria se va media hora antes a la tienda y me deja todo listo en cuatro viandas sobre el primus a fuego lento, de manera que no tengo más que lavarme las manos y tragar la sopa, la milanesa, la tortilla y la compota, echarle un vistazo al diario y lanzarme otra vez a la caza del ómnibus. Cuando llego a las dos, escrituro las veinte o treinta operaciones que quedaron pendientes y a eso de las cinco acudo con mi libreta al timbrazo puntual del vicepresidente que me dicta las cinco o seis cartas de rigor que debo entregar, antes de las siete, traducidas al inglés o al alemán.
      Dos veces por semana, Gloria me espera a la salida para divertirnos en un cine donde ella llora copiosamente y yo estrujo el sombrero o mastico el programa. Los otros días ella va a ver a su madre y yo atiendo la contabilidad de dos panaderías, cuyos propietarios —dos gallegos y un mallorquín— ganan lo suficiente fabricando bizcochos con huevos podridos, pero más aun regentando las amuebladas más concurridas de la zona sur. De modo que cuando regreso a casa, ella está durmiendo o —cuando volvemos juntos— cenamos y nos acostamos en seguida, cansados como animales. Muy pocas noches nos queda cuerda para el consumo conyugal, y así, sin leer un solo libro, sin comentar siquiera las discusiones entre mis compañeros o las brutalidades de su jefe, que se llama así mismo un pan de Dios y al que ellos denominan pan duro, sin decirnos a veces buenas noches, nos quedamos dormidos sin apagar la luz, porque ella quería leer el crimen y yo la página de deportes.
      Los comentarios quedan para un sábado como este. (Porque en realidad era un sábado, el final de una siesta de sábado.) Yo me levanto a las tres y media y preparo el té con leche y lo traigo a la cama y ella se despierta entonces y pasa revista a la rutina semanal y pone al día mis calcetines antes de levantarse a las cinco menos cuarto para escuchar la hora del bolero. Sin embargo, este sábado no hubiera sido de comentarios, porque anoche después del cine me excedí en el elogio de Margaret Sullavan y ella sin titubear, se puso a pellizcarme y, como yo seguía inmutable, me agredió con algo más temible y solapado como la descripción simpática de un compañero de la tienda, y es una trampa, claro, porque la actriz es una imagen y el tipo ese todo un baboso de carne y hueso. Por esa estupidez nos acostamos sin hablarnos y esperamos una media hora con la luz apagada, a ver si el otro iniciaba el tramite reconciliatorio. Yo no tenía inconveniente en ser el primero, como en tantas otras veces, pero el sueño empezó antes de que terminara el simulacro de odio y la paz fue postergada para hoy, para el espacio blanco de esta siesta.
      Por eso, cuando vi que llovía, pensé que era mejor, porque la inclemencia exterior reforzaría automáticamente nuestra intimidad y ninguno de los dos iba a ser tan idiota como para pasar de trompa y en silencio una tarde lluviosa de sábado que necesariamente deberíamos compartir en un departamento de dos habitaciones, donde la soledad virtualmente no existe y todo se reduce a vivir frente a frente. Ella se despertó con quejidos, pero yo no pensé nada malo. Siempre se queja al despertarse.
      Pero cuando se despertó del todo e investigue en su rostro, la note verdaderamente mal, con el sufrimiento patente en las ojeras. No me acordé entonces de que no nos hablábamos y le pregunté que le pasaba. Le dolía en el costado. Le dolía muy fuerte y estaba asustada.
      Le dije que iba a llamar a la doctora y ella dijo que si, que la llamara en seguida. Trataba de sonreír pero tenía los ojos tan hundidos, que yo vacilaba entre quedarme con ella o ir a hablar por teléfono. Después pensé que si no iba se asustaría más y entonces baje y llame a la doctora.
      El tipo que atendió dijo que no estaba en casa. No sé por qué se me ocurrió que mentía y le dije que no era cierto, porque yo la había visto entrar. Entonces me dijo que esperara un instante y al cabo de cinco minutos volvía al aparato e inventó que yo tenía suerte, porque en este momento había llegado. Le dije mire que bien y le hice anotar la dirección y la urgencia.
      Cuando regrese, Gloria estaba mareada y aquello le dolía mucho más. Yo no sabía qué hacer. Le puse una bolsa de agua caliente y después una bolsa de hielo. Nada la calmaba y le di una aspirina. A las seis la doctora no había llegado y yo estaba demasiado nervioso como para poder alentar a nadie. Le conté tres o cuatro anécdotas que querían ser alegres, pero cuando ella sonreía con una mueca me daba bastante rabia porque comprendía que no quería desanimarme. Tome un vaso de leche y nada más, porque sentía una bola en el estómago. A las seis y media vino al fin la doctora. Es una vaca enorme, demasiado grande para nuestro departamento. Tuvo dos o tres risitas estimulantes y después se puso a apretarle la barriga. Le clavaba los dedos y luego soltaba de golpe. Gloria se mordía los labios y decía si, que ahí le dolía, y allí un poco más, y allá más aún. Siempre le dolía más.
      La vaca aquella seguía clavándole los dedos y soltando de golpe. Cuando se enderezo tenía ojos de susto ella también y pidió alcohol para desinfectarse. En el corredor me dijo que era peritonitis y que había que operar de inmediato. Le confesé que estábamos en una mutualista y ella me aseguro que iba a hablar con el cirujano.
      Bajé con ella y telefoneé a la parada de taxis y a la madre. Subí por la escalera porque en el sexto piso habían dejado abierto el ascensor. Gloria estaba hecha un ovillo y, aunque tenía los ojos secos, yo sabía que lloraba. Hice que se pusiera mi sobretodo y mi bufanda y eso me trajo el recuerdo de un domingo en que se vistió de pantalones y campera, y nos reíamos de su trasero saliente, de sus caderas poco masculinas.
      Pero ahora ella con mi ropa era sólo una parodia de esa tarde y había que irse en seguida y no pensar. Cuando salíamos llego su madre y dijo pobrecita y abrígate por Dios. Entonces ella pareció comprender que había que ser fuerte y se resignó a esa fortaleza. En el taxi hizo unas cuantas bromas sobre la licencia obligada que le darían en la tienda y que yo no iba a tener calcetines para el lunes y, como la madre era virtualmente un manantial, ella le dijo si se creía que esto era un episodio de radio. Yo sabía que cada vez le dolía más fuerte y ella sabía que yo sabía y se apretaba contra mí.
      Cuando la bajamos en el sanatorio no tuvo más remedio que quejarse. La dejamos en una salita y al rato vino el cirujano. Era un tipo alto, de mirada distraída y bondadosa. Llevaba el guardapolvo desabrochado y bastante sucio. Ordeno que saliéramos y cerró la puerta. La madre se sentó en una silla baja y lloraba cada vez más. Yo me puse a mirar la calle; ahora no llovía. Ni siquiera tenía el consuelo de fumar. Ya en la época de liceo era el único entre treinta y ocho que no había probado nunca un cigarrillo. Fue en la época de liceo que conocí a Gloria y ella tenía trenzas negras y no podía pasar cosmografía. Había dos modos de trabar relación con ella. O enseñarle cosmografía o aprenderla juntos. Lo último era lo apropiado y, claro, ambos la aprendimos.
      Entonces salió el médico y me preguntó si yo era el hermano o el marido. Yo dije que el marido y el tosió como un asmático. “No es peritonitis”, dijo, “la doctora esa es una burra”. “Ah”, “Es otra cosa. Mañana lo sabremos mejor.” Mañana. Es decir que. “Lo sabremos mejor si pasa esta noche. Si la operábamos, se acaba. Es bastante grave pero si pasa hoy, creo que se salva”. Le agradecí —no sé qué le agradecí— y el agregó: “La reglamentación no lo permite, pero esta noche puede acompañarla.”
      Primero paso una enfermera con mi sobretodo y mi bufanda. Después paso ella en una camilla, con los ojos cerrados, inconsciente.
      A las ocho pude entrar en la salita individual donde habían puesto a Gloria. Además de la cama había una silla y una mesa. Me senté a horcajadas sobre la silla y apoyé los codos en el respaldo. Sentía un dolor nervioso en los párpados, como si tuviera los ojos excesivamente abiertos. No podía dejar de mirarla. La sabana continuaba en la palidez de su rostro y la frente estaba brillante, cerosa. Era una delicia sentirla respirar, aun así con los ojos cerrados. Me hacia la ilusión de que no me hablaba sólo porque a mí me gustaba Margaret Sullavan, de que yo no le hablaba porque su compañero esa simpático. Pero, en el fondo, yo sabía la verdad y me sentía como en el aire, como si este insomnio fuera una lamentable irrealidad que me exigía esta tensión momentánea, una tensión que de un momento a otro iba a terminar.
      Cada eternidad sonaba a lo lejos un reloj y había transcurrido solamente una hora. Una vez me levante y salí al corredor y camine unos pasos. Me salió un tipo al encuentro, mordiendo un cigarrillo y preguntándome con un rostro gesticuloso y radiante “Así que usted también está de espera?” Le dije que sí, que también esperaba. “Es el primero”, agrego, “parece que da trabajo”. Entonces sentí que me aflojaba y entre otra vez en la salita a sentarme a horcajadas en la silla. Empecé a contar las baldosas y a jugar juegos de superstición, haciéndome trampas. Calculaba a ojo el número de baldosas que había en una hilera y luego me decía que si era impar se salvaba. Y era impar. También se salvaba si sonaban las campanadas del reloj antes de que contara diez. Y el reloj sonaba al contar cinco o seis. De pronto me hallé pensando: “Si pasa de hoy...” y me entró el pánico. Era preciso asegurar el futuro, imaginarlo a todo trance. Era preciso fabricar un futuro para arrancarla de esta muerte en cierne. Y me puse a pensar que en la licencia anual iríamos a Floresta, que el domingo próximo —porque era necesario crear un futuro bien cercano— iríamos a cenar con mi hermano y su mujer y nos reiríamos con ellos del susto de mi suegra, que yo haría publica mi ruptura formal con Margaret Sullavan, que Gloria y yo tendríamos un hijo, dos hijos, cuatro hijos y cada vez yo me pondría a esperar impaciente en el corredor.
      Entonces entró una enfermera y me hizo salir para darle una inyección. Después volví y seguí formulando ese futuro fácil, transparente. Pero ella sacudió la cabeza, murmuró algo y nada más. Entonces todo el presente era ella luchando por vivir, sólo ella y yo y la amenaza de la muerte, sólo yo pendiente de las aletas de su nariz que benditamente se abrían y se cerraban, sólo esta salita y el reloj sonando.
      Entonces extraje la libreta y empecé a escribir esto, para leérselo a ella cuando estuviéramos otra vez en casa, para leérmelo a mí cuando estuviéramos otra vez en casa. Otra vez en casa. Que bien sonaba. Y sin embargo parecía lejano, tan lejano como la primera mujer cuando uno tiene once años, como el reumatismo cuando uno tiene veinte, como la muerte cuando sólo era ayer. De pronto me distraje y pensé en los partidos de hoy, en si los habrían suspendido por la lluvia, en el juez inglés que debutaba en el Estadio, en los asientos contables que escrituré esta mañana. Pero cuando ella volvió a penetrar por mis ojos, con la frente brillante y cerosa, con la boca seca masticando su fiebre, me sentí profundamente ajeno en ese sábado que habría sido el mío.
      Eran las once y media y me acordé de Dios, de mi antigua esperanza de que acaso existiera. No quise rezar, por estricta honradez. Se reza ante aquello en que se cree verdaderamente. Yo no puedo creer verdaderamente en él. Sólo tengo la esperanza de que exista. Después me di cuenta de que yo no rezaba solo para ver si mi honradez lo conmovía. Y entonces recé. Una oración aplastante, llena de escrúpulos, brutal, una oración como para que no quedasen dudas de que yo no quería no podía adularlo, una oración a mano armada. Escuchaba mi propio balbuceo mental, pero escuchaba sólo la respiración de Gloria, difícil, afanosa. Otra eternidad y sonaron las doce. Si pasa de hoy. Y había pasado. Definitivamente había pasado y seguía respirando y me dormí. No soñé nada.
      Alguien me sacudió el brazo y eran las cuatro y diez. Ella no estaba. Entonces el médico entró y le preguntó a la enfermera si me lo había dicho. Yo grite que sí, que me lo había dicho —aunque no era cierto— y que el era un animal, un bruto más bruto aún que la doctora, porque había dicho que si pasaba de hoy, y sin embargo. Le grité, creo que hasta lo escupí frenético, y él me miraba bondadoso, odiosamente comprensivo, y yo sabía que no tenía razón, porque el culpable era yo por haberme dormido, por haberla dejado sin mi única mirada, sin su futuro imaginado por mí, sin mi oración hiriente, castigada.

      Y entonces pedí que me dijeran en donde podía verla. Me sostenía una insulsa curiosidad por verla desaparecer, llevándose consigo todos mis hijos, todos mis feriados, toda mi apática ternura hacia Dios.




sábado, 28 de mayo de 2016

Mario Benedetti - Réquiem con tostadas





Réquiem con tostadas


Sí, me llamo Eduardo. Usted me lo pregunta para entrar de algún modo en conversación, y eso puedo entenderlo. Pero usted hace mucho que me conoce, aunque de lejos. Como yo lo conozco a usted. Desde la época en que empezó a encontrarse como mi madre en el café de Larrañaga y Rivera, o en éste mismo. No crea que los espiaba. Nada de eso. Usted a lo mejor lo piensa, pero es porque no sabe toda la historia. ¿O acaso mamá se la contó?. Hace tiempo que yo tenía ganas de hablar con usted, pero no me atrevía. Así que, después de todo, le agradezco que me haya ganado de mano. ¿Y sabe por qué tenía ganas de hablar con usted?. Porque tengo la impresión de que usted es un buen tipo. Y mamá también era buena gente. No hablábamos mucho de ella y yo. En casa, o reinaba el silencio, o tenía la palabra mi padre. Pero el Viejo hablaba casi exclusivamente cuando venía borracho, o sea casi todas las noches, y entonces más bien gritaba. Los tres le teníamos miedo: mamá, mi hermanita Mirta y yo. Ahora tengo trece años y medio, y aprendí muchas cosas, entre otras que los tipos que gritan y castigan e insultan, son en el fondo unos pobres diablos. Pero entonces yo era mucho más chico y no lo sabía. Mirta no lo sabe ni siquiera ahora, pero ella es tres años menor que yo, y sé que a veces en la noche se despierta llorando. Es el miedo. ¿Usted alguna vez tuvo miedo? A Mirta siempre le parece que el Viejo va a aparecer borracho, y que se va a quitar el cinturón para pegarle. Todavía no se ha acostumbrado a la nueva situación. Yo, en cambio, he tratado de acostumbrarme. Usted apareció hace un año y medio, pero el Viejo se emborrachaba desde hace mucho más, y no bien agarró ese vicio nos empezó a pegar a los tres. A Mirta y a mí nos daba con el cinto, duele bastante, pero a mamá le pegaba con el puño cerrado. Porque sí nomás, sin mayor motivo: porque la sopa estaba demasiado caliente, o porque estaba demasiado fría, o porque no lo había esperado despierta hasta las tres de la madrugada, o porque tenía los ojos hinchado de tanto llorar. Después, con el tiempo, mamá dejó de llorar. Yo no sé cómo hacía, pero cuando él le pegaba, ella ni siquiera se mordía los labios, y no lloraba, y eso al Viejo le daba todavía más rabia. Ella era consciente de eso, y sin embargo prefería no llorar. Usted conoció a mamá cuando ella ya había aguantado y sufrido mucho, pero sólo cuatro años antes (me acuerdo perfectamente) todavía era muy linda y tenía buenos colores. Además era una mujer fuerte. Algunas noches, cuando por fin el Viejo caía estrepitosamente y de inmediato empezaba a roncar, entre ella y yo lo levantábamos y lo llevábamos hasta la cama. Era pesadísimo, y además aquello era como levantar a un muerto. La que hacía casi toda la fuerza era ella. Yo apenas si me encargaba de sostener una pierna, con el pantalón todo embarrado y el zapato marrón con los cordones sueltos. Usted seguramente creerá que el Viejo toda la vida fue un bruto. Pero no. A papá lo destruyó una porquería que le hicieron. Y se la hizo precisamente un primo de mamá, ese que trabaja en el Municipio. Yo no supe nunca en qué consistió la porquería, pero mamá disculpaba en cierto modo los arranques del Viejo porque ella se sentía un poco responsable de que alguien de su propia familia lo hubiera perjudicado en aquella forma. No supe nunca qué clase de porquería le hizo, pero la verdad era que papá, cada vez que se emborrachaba, se lo reprochaba como si ella fuese la única culpable. Antes de la porquería, nosotros vivíamos muy bien. No en cuanto a la plata, porque tanto yo como mi hermana nacimos en el mismo apartamento (casi un conventillo) junto a Villa Dolores, el sueldo de papá nunca alcanzó para nada, y mamá siempre tuvo que hacer milagros para darnos de comer y comprarnos de vez en cuando alguna tricota o algún par de alpargatas. Hubo muchos días en que pasábamos hambre (si viera qué feo es pasar hambre), pero en esa época por lo menos había paz. El Viejo no se emborrachaba, ni nos pegaba, y a veces hasta nos llevaba a la metinée. Algún raro domingo en que había plata. Yo creo que ellos nunca se quisieron demasiado. Eran muy distintos. Aún antes de la porquería, cuando papá todavía no tomaba, ya era un tipo bastante alunado. A veces se levantaba al mediodía y no le hablaba a nadie, pero por lo menos no nos pegaba ni la insultaba a mamá. Ojalá hubiera seguido así toda la vida. Claro que después vino la porquería y él se derrumbó, y empezó a ir al boliche y a llegar siempre después de media noche, con un olor a grapa que apestaba. En los últimos tiempos todavía era peor, porque también se emborrachaba de día y ni siquiera nos dejaba ese respiro. Estoy seguro de que los vecinos escuchaban todos los gritos, pero nadie decía nada, claro, porque papá es un hombre grandote y le tenían miedo. También yo le tenía miedo, no sólo por mí y por Mirta, sino especialmente por mamá. A veces yo no iba a la escuela, no para hacer la rabona, sino para quedarme rondando la casa, ya que siempre temía que el Viejo llegara durante el día, más borracho que de costumbre, y la moliera a golpes. Yo no la podía defender, usted ve lo flaco y menudo que soy, y todavía entonces lo era más, pero quería estar cerca para avisar a la policía. ¿Usted se enteró de que ni papá ni mamá eran de ese ambiente?. Mis abuelos de uno y otro lado, no diré que tienen plata, pero por lo menos viven en lugares decentes, con balcones a la calle y cuartos con bidet y bañera. Después que pasó todo, Mirta se fue a vivir con mi abuela Juana, la madre de mi papá, y yo estoy por ahora en casa de mi abuela Blanca, la madre de mamá. Ahora casi se pelearon por recogernos, pero cuando papá y mamá se casaron, ellas se habían opuesto a ese matrimonio (ahora pienso que a lo mejor tenían razón) y cortaron las relaciones con nosotros. Digo nosotros, porque papá y mamá se casaron cuando yo ya tenía seis meses. Eso me lo contaron una vez en la escuela, y yo le reventé la nariz al Beto, pero cuando se lo pregunté a mamá, ella me dijo que era cierto. Bueno, yo tenía ganas de hablar con usted, porque (no sé qué cara va a poner) usted fue importante para mí, sencillamente porque fue importante para mi mamá. Yo la quise bastante, como es natural, pero creo que nunca podré decírselo. Teníamos siempre tanto miedo, que no nos quedaba tiempo para mimos. Sin embargo, cuando ella no me veía, yo la miraba y sentía no sé qué, algo así como una emoción que no era lástima, sino una mezcla de cariño y también de rabia por verla todavía joven y tan acabada, tan agobiada por una culpa que no era suya, y por un castigo que no se merecía. Usted a lo mejor se dio cuenta, pero yo le aseguro que mi madre era inteligente, por cierto bastante más que mi padre, creo, y eso era para mí lo peor: saber que ella veía esa vida horrible con los ojos bien abiertos, porque ni la miseria ni los golpes ni siquiera el hambre, consiguieron nunca embrutecerla. La ponían triste, eso sí. A veces se le formaban unas ojeras casi azules, pero se enojaba cuando yo le preguntaba si le pasaba algo. En realidad, se hacía la enojada. Nunca la vi realmente mala conmigo. Ni con nadie. Pero antes de que usted apareciera, yo había notado que cada vez estaba más deprimida, más apagada, más sola. Tal vez por eso fue que pude notar mejor la diferencia. Además, una noche llegó un poco tarde (aunque siempre mucho antes que papá) y me miró de una manera distinta, tan distinta que yo me di cuenta de que algo sucedía. Como si por primera vez se enterara de que yo era capaz de comprenderla. Me abrazó fuerte, como con vergüenza, y después me sonrió. ¿Usted se acuerda de su sonrisa? Yo sí me acuerdo. A mí me preocupó tanto ese cambio, que falté dos o tres veces al trabajo (en los últimos tiempos hacía el reparto de un almacén) para seguirla y saber de qué se trataba. Fue entonces que los vi. A usted y a ella. Yo también me quedé contento. La gente puede pensar que soy un desalmado, y quizá no esté bien eso de haberme alegrado porque mi madre engañaba a mi padre. Puede pensarlo. Por eso nunca lo digo. Con usted es distinto. Usted la quería. Y eso para mí fue algo así como una suerte. Porque ella se merecía que la quisieran. Usted la quería ¿verdad que sí? Yo los vi muchas veces y estoy casi seguro. Claro que al Viejo también trato de comprenderlo. Es difícil, pero trato. Nunca lo pude odiar, ¿me entiende? Será porque, pese a lo que hizo, sigue siendo mi padre. Cuando nos pegaba, a Mirta y a mí, o cuando arremetía contra mamá, en medio de mi terror yo sentía lástima. Lástima por él, por ella, por Mirta, por mí. También la siento ahora, ahora que él ha matado a mamá y quién sabe por cuánto tiempo estará preso. Al principio, no quería que yo fuese, pero hace por lo menos un mes que voy a visitarlo a Miquelete y acepta verme. Me resulta extraño verlo al natural, quiero decir sin encontrarlo borracho. Me mira, y la mayoría de las veces no dice nada. Yo creo que cuando salga, ya no me va a pegar. Además, yo seré un hombre, a lo mejor me habré casado y hasta tendré hijos. Pero yo a mis hijos no les pegaré, ¿no le parece? Además estoy seguro de que papá no habría hecho lo que hizo si no hubiese estado tan borracho. ¿O usted cree lo contrario? ¿Usted cree que, de todos modos hubiera matado a mamá esa tarde en que, por seguirme y castigarme a mí, dio finalmente con ustedes dos? No me parece. Fíjese que a usted no le hizo nada. Sólo más tarde, cuando tomó más grapa que de costumbre, fue que arremetió contra mamá. Yo pienso que, en otras condiciones, él habría comprendido que mamá necesitaba cariño, necesitaba simpatía, y que él en cambio sólo le había dado golpes. Porque mamá era buena. Usted debe saberlo tan bien como yo. Por eso, hace un rato, cuando usted se me acercó y me invitó a tomar un capuchino con tostadas, aquí en el mismo café donde se citaba con ella, yo sentí que tenía que contarle todo esto. A lo mejor usted no lo sabía, o sólo sabía una parte, porque mamá era muy callada y sobre todo no le gustaba hablar de sí misma. Ahora estoy seguro de que hice bien. Porque usted está llorando, y, ya que mamá está muerta, eso es algo así como un premio para ella, que no lloraba nunca.





domingo, 22 de mayo de 2016

Mario Benedetti - La noche de los feos






La noche de los feos


1.
      Ambos somos feos. Ni siquiera vulgarmente feos. Ella tiene un pómulo hundido. Desde los ocho años, cuando le hicieron la operación. Mi asquerosa marca junto a la boca viene de una quemadura feroz, ocurrida a comienzos de mi adolescencia.
      Tampoco puede decirse que tengamos ojos tiernos, esa suerte de faros de justificación por los que a veces los horribles consiguen arrimarse a la belleza. No, de ningún modo. Tanto los de ella como los míos son ojos de resentimiento, que sólo reflejan la poca o ninguna resignación con que enfrentamos nuestro infortunio. Quizá eso nos haya unido. Tal vez unido no sea la palabra más apropiada. Me refiero al odio implacable que cada uno de nosotros siente por su propio rostro.
      Nos conocimos a la entrada del cine, haciendo cola para ver en la pantalla a dos hermosos cualesquiera. Allí fue donde por primera vez nos examinamos sin simpatía pero con oscura solidaridad; allí fue donde registramos, ya desde la primera ojeada, nuestras respectivas soledades. En la cola todos estaban de a dos, pero además eran auténticas parejas: esposos, novios, amantes, abuelitos, vaya uno a saber. Todos —de la mano o del brazo— tenían a alguien. Sólo ella y yo teníamos las manos sueltas y crispadas.
      Nos miramos las respectivas fealdades con detenimiento, con insolencia, sin curiosidad. Recorrí la hendidura de su pómulo con la garantía de desparpajo que me otorgaba mi mejilla encogida. Ella no se sonrojó. Me gustó que fuera dura, que devolviera mi inspección con una ojeada minuciosa a la zona lisa, brillante, sin barba, de mi vieja quemadura.
      Por fin entramos. Nos sentamos en filas distintas, pero contiguas. Ella no podía mirarme, pero yo, aun en la penumbra, podía distinguir su nuca de pelos rubios, su oreja fresca bien formada. Era la oreja de su lado normal.
      Durante una hora y cuarenta minutos admiramos las respectivas bellezas del rudo héroe y la suave heroína. Por lo menos yo he sido siempre capaz de admirar lo lindo. Mi animadversión la reservo para mi rostro y a veces para Dios. También para el rostro de otros feos, de otros espantajos. Quizá debería sentir piedad, pero no puedo. La verdad es que son algo así como espejos. A veces me pregunto qué suerte habría corrido el mito si Narciso hubiera tenido un pómulo hundido, o el ácido le hubiera quemado la mejilla, o le faltara media nariz, o tuviera una costura en la frente.
      La esperé a la salida. Caminé unos metros junto a ella, y luego le hablé. Cuando se detuvo y me miró, tuve la impresión de que vacilaba. La invité a que charláramos un rato en un café o una confitería. De pronto aceptó.
      La confitería estaba llena, pero en ese momento se desocupó una mesa. A medida que pasábamos entre la gente, quedaban a nuestras espaldas las señas, los gestos de asombro. Mis antenas están particularmente adiestradas para captar esa curiosidad enfermiza, ese inconsciente sadismo de los que tienen un rostro corriente, milagrosamente simétrico. Pero esta vez ni siquiera era necesaria mi adiestrada intuición, ya que mis oídos alcanzaban para registrar murmullos, tosecitas, falsas carrasperas. Un rostro horrible y aislado tiene evidentemente su interés; pero dos fealdades juntas constituyen en sí mismas un espectáculos mayor, poco menos que coordinado; algo que se debe mirar en compañía, junto a uno (o una) de esos bien parecidos con quienes merece compartirse el mundo.
      Nos sentamos, pedimos dos helados, y ella tuvo coraje (eso también me gustó) para sacar del bolso su espejito y arreglarse el pelo. Su lindo pelo.
      “¿Qué está pasando?”, pregunté.
      Ella guardó el espejo y sonrió. El pozo de la mejilla cambió de forma.
      “Un lugar común”, dijo. “Tal para cual”.
      Hablamos largamente. A la hora y media hubo que pedir dos cafés para justificar la prolongada permanencia. De pronto me di cuenta de que tanto ella como yo estábamos hablando con una franqueza tan hiriente que amenazaba traspasar la sinceridad y convertirse en un casi equivalente de la hipocresía. Decidí tirarme a fondo.
      “Usted se siente excluida del mundo, ¿verdad?”
      “Sí”, dijo, todavía mirándome.
      “Usted admira a los hermosos, a los normales. Usted quisiera tener un rostro tan equilibrado como esa muchachita que está a su derecha, a pesar de que usted es inteligente, y ella, a juzgar por su risa, irremisiblemente estúpida.”
      “Sí.”
      Por primera vez no pudo sostener mi mirada.
      “Yo también quisiera eso. Pero hay una posibilidad, ¿sabe?, de que usted y yo lleguemos a algo.”
      “¿Algo como qué?”
      “Como querernos, caramba. O simplemente congeniar. Llámele como quiera, pero hay una posibilidad.”
      Ella frunció el ceño. No quería concebir esperanzas.
      “Prométame no tomarme como un chiflado.”
      “Prometo.”
      “La posibilidad es meternos en la noche. En la noche íntegra. En lo oscuro total. ¿Me entiende?”
      “No.”
      “¡Tiene que entenderme! Lo oscuro total. Donde usted no me vea, donde yo no la vea. Su cuerpo es lindo, ¿no lo sabía?”
      Se sonrojó, y la hendidura de la mejilla se volvió súbitamente escarlata.
      “Vivo solo, en un apartamento, y queda cerca.”
      Levantó la cabeza y ahora sí me miró preguntándome, averiguando sobre mí, tratando desesperadamente de llegar a un diagnóstico.
      “Vamos”, dijo.



2.
      No sólo apagué la luz sino que además corrí la doble cortina. A mi lado ella respiraba. Y no era una respiración afanosa. No quiso que la ayudara a desvestirse.
      Yo no veía nada, nada. Pero igual pude darme cuenta que ahora estaba inmóvil, a la espera. Estiré cautelosamente una mano, hasta hallar su pecho. Mi tacto me transmitió una versión estimulante, poderosa. Así vi su vientre, su sexo. Sus manos también me vieron.
      En ese instante comprendí que debía arrancarme (y arrancarla) de aquella mentira que yo mismo había fabricado. O intentado fabricar. Fue como un relámpago. No éramos eso. No éramos eso.
      Tuve que recurrir a todas mis reservas de coraje, pero lo hice. Mi mano ascendió lentamente hasta su rostro, encontró el surco de horror, y empezó una lenta, convincente y convencida caricia. En realidad mis dedos (al principio un poco temblorosos, luego progresivamente serenos) pasaron muchas veces sobre sus lágrimas.
      Entonces, cuando yo menos lo esperaba, su mano también llegó a mi cara, y pasó y repasó el costurón y el pellejo liso, esa isla sin barba de mi marca siniestra.

      Lloramos hasta el alba. Desgraciados, felices. Luego me levanté y descorrí la cortina doble.





sábado, 21 de mayo de 2016

Mario Benedetti - Los pocillos






Los pocillos



      Los pocillos eran seis: dos rojos, dos negros, dos verdes, y además importados, irrompibles, modernos. Habían llegado como regalo de Enriqueta, en el último cumpleaños de Mariana, y desde ese día el comentario de cajón había sido que podía combinarse la taza de un color con el platillo de otro.
      “Negro con rojo queda fenomenal”, había sido el consejo estético de Enriqueta.
      Pero Mariana, en un discreto rasgo de independencia, había decidido que cada pocillo sería usado con su plato del mismo color.
      “El café ya está pronto. ¿Lo sirvo?”, preguntó Mariana.
      La voz se dirigía al marido, pero los ojos estaban fijos en el cuñado. Este parpadeó y no dijo nada, pero José Claudio contestó: “Todavía no. Esperá un ratito. Antes quiero fumar un cigarrillo.” Ahora sí ella miró a José Claudio y pensó, por milésima vez, que aquellos ojos no parecían de ciego.
      La mano de José Claudio empezó a moverse, tanteando el sofá. “¿Qué buscás?”, preguntó ella. “El encendedor.” “A tu derecha.” La mano corrigió el rumbo y halló el encendedor. Con ese temblor que da el continuado afán de búsqueda, el pulgar hizo girar varias veces la ruedita, pero la llama no apareció. A una distancia ya calculada, la mano izquierda trataba infructuosamente de registrar la aparición del calor. Entonces Alberto encendió un fósforo y vino en su ayuda. “¿Por qué no lo tirás?” dijo, con una sonrisa que, como toda sonrisa para ciegos, impregnaba también las modulaciones de la voz. “No lo tiro porque le tengo cariño. Es un regalo de Mariana.”
      Ella abrió apenas la boca y recorrió el labio inferior con la punta de la lengua. Un modo como cualquier otro de empezar a recordar. Fue en marzo de 1953, cuando él cumplió 35 años y todavía veía. Habían almorzado en casa de los padres de José Claudio, en Punta Gorda, habían comido arroz con mejillones, y después se habían ido a caminar por la playa. El le había pasado un brazo por los hombros y ella se había sentido protegida, probablemente feliz o algo semejante. Habían regresado al apartamento y él la había besado lentamente, morosamente, como besaba antes. Habían inaugurado en encendedor con un cigarrillo que fumaron a medias.
      Ahora el encendedor ya no servía. Ella tenía poca confianza en los conglomerados simbólicos, pero, después de todo, ¿qué servía aún de aquella época?
      “Este mes tampoco fuiste al médico”, dijo Alberto.
      “No.”
      “¿Querés que te sea sincero?”
      “Claro.”
      “Me parece una idiotez de tu parte.”
      “¿Y para qué voy a ir? ¿Para oirle decir que tengo una salud de roble, que mi hígado funciona admirablemente, que mi corazón golpea con el ritmo debido, que mis intestinos son una maravilla? ¿Para eso querés que vaya? Estoy podrido de mi notable salud sin ojos.”
      En la época anterior a la ceguera, José Claudio nunca había sido un especialista en la exteriorización de sus emociones, pero Mariana no se ha olvidado de cómo era ese rostro antes de adquirir esta tensión, este resentimiento. Su matrimonio había tenido buenos momentos, eso no podía ni quería ocultarlo. Pero cuando estalló el infortunio, él se había negado a valorar su amparo, a refugiarse en ella. Todo su orgullo se concentró en un silencio terrible, testarudo, un silencio que seguía siendo tal, aún cuando se rodeara de palabras. José Claudio había dejado de hablar de sí.
      “De todos modos debería ir”, apoyó Mariana. “Acordate de lo que siempre te decía Menéndez.”
      “Cómo no, que me acuerdo: Para Usted No Está Todo Perdido. Ah, y otra frase famosa: La Ciencia No Cree En Milagros. Yo tampoco creo en milagros.”
      “¿Y por qué no aferrarte a una esperanza? Es humano.”
      “¿De veras?” Habló por el costado del cigarrillo.
      Se había escondido en sí mismo. Pero Mariana no estaba hecha para asistir, simplemente para asistir, a un reconcentrado. Mariana reclamaba otra cosa. Una mujercita para ser exigida con mucho tacto, eso era. Con todo, había bastante margen para esa exigencia; ella era dúctil. Toda una calamidad que él no pudiese ver; pero esa no era la peor desgracia. La peor desgracia era que estuviese dispuesto a evitar, por todos los medios a su alcance, la ayuda de Mariana. El menospreciaba su protección. Y Mariana hubiera querido —sinceramente, cariñosamente, piadosamente— protegerlo.
      Bueno, eso era antes; ahora no. El cambio se había operado con lentitud. Primero fue un decaimiento de la ternura. El cuidado, la atención, el apoyo, que desde el comienzo estuvieron rodeados de un halo constante de cariño, ahora se habían vuelto mecánicos. Ella seguía siendo eficiente, de eso no cabía duda, pero no disfrutaba manteniéndose solícita. Después fue u temor horrible frente a la posibilidad de una discusión cualquiera. El estaba agresivo, dispuesto siempre a herir, a decir lo más duro, a establecer su crueldad sin posible retroceso. Era increíble cómo hallaba a menudo, aún en las ocasiones menos propicias, la injuria refinadamente certera, la palabra que llegaba hasta el fondo, el comentario que marcaba a fuego. Y siempre desde lejos, desde muy atrás de su ceguera, como si ésta oficiara de muro de contención para el incómodo estupor de los otros.
      Alberto se levantó del sofá y se acercó al ventanal.
      “Que otoño desgraciado”, dijo, “¿Te fijaste?” La pregunta era para ella.
      “No”, respondió José Claudio. “Fijate vos por mí.”
      Alberto la miró. Durante el silencio, se sonrieron. Al margen de José Claudio, y sin embargo, a propósito de él. De pronto Mariana supo que se había puesto linda.
       Siempre que miraba a Alberto se ponía linda. El se lo había dicho por primera vez la noche del 23 de abril del año pasado, hacía exactamente un año y ocho días: una noche en que José Claudio le había gritado cosas muy feas, y ella había llorado, desalentada, torpemente triste, durante horas y horas, es decir, hasta que había encontrado el hombro de Alberto y se había sentido comprendida y segura. ¿De dónde extraería Alberto esa capacidad para entender a la gente? Ella estaba con él, o simplemente lo miraba, y sabía de inmediato que él la estaba sacando del apuro. “Gracias”, había dicho entonces. Y todavía ahora la palabra llegaba a sus labios directamente desde su corazón, sin razonamientos intermediarios, sin usura. Su amor hacia Alberto había sido en sus comienzos gratitud, pero eso (que ella veía con toda nitidez) no alcanzaba a depreciarlo. Para ella, querer había sido siempre un poco agradecer y otro poco provocar la gratitud. A José Claudio, en los buenos tiempos, le había agradecido que él, tan brillante, tan lúcido, tan sagaz, se hubiera fijado en ella, tan insignificante. Había fallado en lo otro, en eso de provocar la gratitud, y había fallado tan luego en la ocasión más absurdamente favorable, es decir, cuando él parecía necesitarla más.
      A Alberto, en cambio, le agradecía el impulso inicial, la generosidad de ese primer socorro que la había salvado de su propio caos, y, sobre todo, ayudado a ser fuerte. Por su parte, ella había provocado su gratitud, claro que sí. Porque Alberto era un alma tranquila, un respetuoso de su hermano, un fanático del equilibrio, pero también, y en definitiva, un solitario. Durante años y años, Alberto y ella habían mantenido una relación superficialmente cariñosa, que se detenía con espontánea discreción en los umbrales del tuteo y sólo en contadas ocasiones dejaba entrever una solidaridad algo más profunda. Acaso Alberto envidiara un poco la aparente felicidad de su hermano, la buena suerte de haber dado con una mujer que él consideraba encantadora. En realidad, no hacía mucho que Mariana había obtenido a confesión de que la imperturbable soltería de Alberto se debía a que toda posible candidata era sometida a una imaginaria y desventajosa comparación.
      “Y ayer estuvo Trelles”, estaba diciendo José Claudio, “a hacerme la clásica visita adulona que el personal de la fábrica me consagra una vez por trimestre. Me imagino que lo echarán a la suerte y el que pierde se embroma y viene a verme.”
      “También puede ser que te aprecien”, dijo Alberto, “que conserven un buen recuerdo del tiempo en que los dirigías, que realmente estén preocupados por tu salud. No siempre la gente es tan miserable como te parece de un tiempo a esta parte.”
      “Qué bien. Todos los días se aprende algo nuevo.” La sonrisa fue acompañada de un breve resoplido, destinado a inscribirse en otro nivel de ironía.
      Cuando Mariana había recurrido a Alberto en busca de protección, de consejo, de cariño, había tenido de inmediato la certidumbre de que a su vez estaba protegiendo a su protector, de que él se hallaba tan necesitado de amparo como ella misma, de que allí, todavía tensa de escrúpulos y quizás de pudor, había una razonable desesperación de la que ella comenzó a sentirse responsable. Por eso, justamente, había provocado su gratitud, por no decírselo con todas las letras, por simplemente dejar que él la envolviera en su ternura acumulada de tanto tiempo atrás, por sólo permitir que él ajustara a la imprevista realidad aquellas imágenes de ella misma que había hecho transcurrir, sin hacerse ilusiones, por el desfiladero de sus melancólicos insomnios. Pero la gratitud pronto fue desbordada. Como si todo hubiera estado dispuesto para la mutua revelación, como si sólo hubiera faltado que se miraran a los ojos para confrontar y compensar sus afanes, a los pocos días lo más importante estuvo dicho y los encuentros furtivos menudearon. Mariana sintió de pronto que su corazón se había ensanchado y que el mundo era nada más que eso: Alberto y ella.
      “Ahora sí podés calentar el café”, dijo José Claudio, y Mariana se inclinó sobre la mesita ratona para encender el mecherito. Por un momento se distrajo contemplando los pocillos. Sólo había traído tres, uno de cada color. Le gustaba verlos así, formando un triángulo.
      Después se echó hacia atrás en el sofá y su nuca encontró lo que esperaba: la mano cálida de Alberto, ya ahuecada para recibirla. Qué delicia, Dios mío. La mano empezó a moverse suavemente y los dedos largos, afilados, se introdujeron por entre el pelo. La primera vez que Alberto se había animado a hacerlo, Mariana se había sentido terriblemente inquieta, con los músculos anudados en una dolorosa contracción que le había impedido disfrutar de la caricia.
      Ahora no. Ahora estaba tranquila y podía disfrutar. Le parecía que la ceguera de José Claudio era una especie de protección divina.
      Sentado frente a ellos, José Claudio respiraba normalmente, casi con beatitud. Con el tiempo, la caricia de Alberto se había convertido en una especie de rito y, ahora mismo, Mariana estaba en condiciones de aguardar el movimiento próximo y previsto. Como todas las tardes, la mano acarició el pescuezo, rozó apenas la oreja derecha, recorrió lentamente la mejilla y el mentón. Finalmente se detuvo sobre los labios entreabiertos. Entonces ella, como todas las tardes, besó silenciosamente aquella palma y cerró por un instante los ojos. Cuando los abrió, el rostro de José Claudio era el mismo. Ajeno, reservado, distante. Para ella, sin embargo, ese momento incluía siempre un poco de temor. Un temor que no tenía razón de ser, ya que en el ejercicio de esa caricia púdica, riesgosa, insolente, ambos habían llegado a una técnica tan perfecta como silenciosa.
      “No lo dejes hervir”, dijo José Claudio.
      La mano de Alberto se retiró y Mariana volvió a inclinarse sobre la mesita. Retiró el mechero, apagó la llamita con la tapa de vidrio, llenó los pocillos directamente desde la cafetera.

      Todos los días cambiaba la distribución de los colores. Hoy sería el verde para José Claudio, el negro para Alberto, el rojo para ella. Tomó el pocillo verde para alcanzárselo a su marido, pero antes de dejarlo en sus manos, se encontró con la extraña, apretada sonrisa. Se encontró además, con unas palabras que sonaban más o menos así: “No, querida. Hoy quiero tomar en el pocillo rojo.”




miércoles, 18 de mayo de 2016

Mario Benedetti - La familia Iriarte






La familia Iriarte



      Había cinco familias que llamaban al Jefe. En la guardia de la mañana yo estaba siempre a cargo del teléfono y conocía de memoria las cinco voces. Todos estábamos enterados de que cada familia era un programa y a veces cotejábamos nuestras sospechas.


      Para mí, por ejemplo, la familia Calvo era gordita, arremetedora, con la pintura siempre más ancha que el labio; la familia Ruiz, una pituca sin calidad, de mechón sobre el ojo; la familia Durán, una flaca intelectual, del tipo fatigado y sin prejuicios; la familia Salgado, una hembra de labio grueso, de esas que convencen a puro sexo. Pero la única que tenía voz de mujer ideal era la familia Iriarte. Ni gorda ni flaca, con las curvas suficientes para bendecir el don del tacto que nos da la naturaleza; ni demasiado terca ni demasiado dócil, una verdadera mujer, eso es: un carácter. Así la imaginaba. Conocía su risa franca y contagiosa y desde allí inventaba su gesto. Conocía sus silencios y sobre ellos creaba sus ojos. Negros, melancólicos. Conocía su tono amable, acogedor, y desde allí inventaba su ternura.
      Con respecto a las otras familias había discrepancias. Para Elizalde, por ejemplo, la Salgado era una petisa sin pretensiones; para Rossi, la Calvo era una pasa de uva; la Ruiz, una veterana más para Correa. Pero en cuanto a la familia Iriarte, todos coincidíamos en que era divina, más aún, todos habíamos construido casi la misma imagen a partir de su voz. Estábamos seguros de que si un día llegaba a abrir la puerta de la oficina y simple­mente sonreía, aunque no pronunciase palabra, igual la íbamos a reconocer a coro, porque todos habíamos creado la misma sonrisa inconfundible.
      El Jefe, que era un tipo relativamente indiscreto en cuanto se refería a los asuntos confidenciales que rozaban la oficina, pasaba a ser una tumba de discreción y de reserva en lo que concernía a las cinco familias. En esa zona, nuestros diálogos con él eran de un laconismo desalentador. Nos li­mitábamos a atender la llamada, a apretar el botón para que la chicharra sonase en su despacho y a comunicarle, por ejemplo: “Familia Salgado”. El decía sencillamente “Pásemela” o “Dígale que no estoy” o “Que llame dentro de una hora”. Nunca un comentario, ni siquiera una broma. Y eso que sabía que éramos de confianza.
       Yo no podía explicarme por qué la familia Iriarte era, de las cinco, la que lo llamaba con menos frecuencia, a veces cada quince días. Claro que en esas ocasiones la luz roja que indicaba “ocupado” no se apagaba por lo menos durante un cuarto de hora. Cuánto hubiera representado para mí escuchar durante quince minutos seguidos aquella vocecita tan tierna, tan graciosa, tan segura.
      Una vez me animé a decir algo, no recuerdo qué, y ella me contestó algo, no recuerdo qué. ¡Qué día! Desde entonces acaricié la esperanza de hablar un poquito con ella, más aún, de que ella también reconociese mi voz tal como yo reconocía la suya. Una mañana tuve la ocurrencia de decir: “¿Podría esperar un instante hasta que consiga comunicación?”, y ella me contestó: “Como no, siempre que usted me haga amable la espera”. Reconozco que ese día estaba medio tarado, porque sólo pude hablarle del tiempo, del trabajo y de un proyectado cambio de horario. Pero en otra ocasión me hice de valor y conversamos sobre temas generales, aunque con significados par­ticulares. Desde entonces ella reconocía mí voz y me saludaba con un “¿Qué tal, secretario?”, que me aflojaba por completo.

                                                    
      Unos meses después de esa variante me fui de vacaciones al Este. Desde hacía varios años, mis vacaciones en el Este habían constituido mí esperanza más firme desde un punto de vista sentimental. Siempre pensé que en una de esas licencias iba a encontrar a la muchacha en quien personificar mis sueños privados y a quien destinar mí ternura latente. Porque yo soy definidamente un sentimental. A veces me lo reprocho, me digo que hoy en día vale más ser egoísta y calculador, pero de nada sirve. Voy al cine, me trago una de esas cursilerías mexicanas con hijos naturales y pobres viejecitas; comprendo, sin lugar a dudas, que es idiota, y, sin embargo, no pue­do evitar que se me haga un nudo en la garganta.
      Ahora que en eso de encontrar la mujer en el Este, yo me he investigado mucho y he hallado otros motivos no tan sentimentales. La verdad es que en un balneario uno sólo ve mujercitas limpias, frescas, descansadas, dispuestas a reírse, a festejarlo todo. Claro que también en Montevideo hay mujeres limpias; pero las pobres siempre están cansadas. Los zapatos estrechos, las escaleras, los autobuses, las dejan amargadas y sudorosas. En la ciudad uno ignora prácticamente cómo es la alegría de una mujer. Y eso, aunque no lo parezca, es importante. Personalmente, me considero capaz de soportar cualquier tipo de pesimismo femenino, diría que me siento con fuerzas como para dominar toda especie de llanto, de gritos o de histeria. Pero me reconozco mucho más exigente en cuanto a la alegría. Hay risas de mujeres que, francamente, nunca pude aguantar. Por eso, en un balneario, donde todas ríen desde que se levantan para el primer baño hasta que salen ma­readas del Casino, uno sabe quién es quién y qué risa es asqueante y cuál maravillosa.
      Fue precisamente en el balneario donde volví a oír su voz. Yo bailaba entre las mesitas de una terraza, a la luz de una luna que a nadie le importaba. Mí mano derecha se había afirmado sobre una espalda parcial­mente despellejada que aún no había perdido el calor de la tarde. La dueña de la espalda se reía y era una buena risa, no había que descartarla. Siempre que podía yo le miraba unos pelitos rubios, casi transparentes que tenía en las inmediaciones de la oreja, y, en realidad, me sentía bastante conmovido. Mi compañera hablaba poco, pero siempre decía algo lo bastante soso como para que yo apreciara sus silencios.
      Justamente, fue en el agradable transcurso de uno de éstos que oí la frase, tan nítida como si la hubiera recortado especialmente para mí: “¿Y usted qué refresco prefiere?” No tiene importancia ni ahora ni después, pero yo la recuerdo palabra por palabra. Se había formado uno de esos lentos y arrastrados nudos que provoca el tango. La frase había sonado muy cerca, pero esta vez no pude relacionarla con ninguna de las caderas que me habían rozado.
      Dos noches después, en el Casino, perdía unos noventa pesos y me vino la loca de jugar cincuenta en una última bola. Si perdía, paciencia; tendría que volver en seguida a Montevideo. Pero salió el 32 y me sentí infinitamente reconfortado y optimista cuando repasé las ocho fichas naranjas de aro que le había dedicado. Entonces alguien dijo prácticamente en mi oído, casi como un teléfono: “Así se juega: hay que arriesgarse”.
      Me di vuelta, tranquilo, seguro de lo que iba a hallar, y la familia Iriarte que estaba junto a mí era tan deliciosa como la que yo y los otros habíamos inventado a partir de su voz. A continuación fue relativamente sencillo tomar un hilo de su propia frase, construir una teoría del riesgo y convencerla de que se arriesgara conmigo, a conversar primero, a bailar después, a encontrarnos en la playa al día siguiente.
      Desde entonces anduvimos juntos. Me dijo que se llamaba Doris, Doris Freire. Era rigurosamente cierto (no sé con qué motivo me mostró su carnet) y, además, muy explicable: yo siempre había pensado que las “familias” eran sólo nombres de teléfono. Desde el primer día me hice esta com­posición de lugar: era evidente que ella tenía relaciones con el Jefe, era no menos evidente que eso lastimaba no menos mi amor propio; pero (fíjense qué buen pero) era la mujer más encantadora que yo había conocido y arriesgaba perderla definitivamente (ahora que el azar la había puesto en mi oído) si yo me atenía desmedidamente a mis escrúpulos.
      Además, cabía otra posibilidad. Así como yo había reconocido su voz, ¿por qué no podría Doris reconocer la mía? Cierto que ella había sido siempre para mí algo precioso, inalcanzable, y yo, en cambio, sólo ahora ingresaba en su mundo. Sin embargo, cuando una mañana corrí a su encuentro con un alegre “¿Qué tal, secretaria?”, aunque ella en seguida asimiló el golpe, se rió, me dio el brazo y me hizo bromas con una morocha de un jeep que nos cruzamos, a mí no se me escapó que había quedado inquieta, como si alguna sospecha la hubiese iluminado. Después, en cambio, me pareció que aceptaba con filosofía la posibilidad de que fuese yo quien atendía sus llamadas al Jefe. Y esa seguridad que ahora reflejaban sus conversaciones, sus inolvidables miradas de comprensión y de promesa, me dieron finalmente otra esperanza. Estaba claro que ella apreciaba que yo no le hablase del Jefe; y, aunque esto otro no estaba tan claro, era probable que ella recompensase mi delicadeza rompiendo a corto plazo con él. Siempre supe mirar en la mirada ajena, y la de Doris era particularmente sincera.

                                                      
      Volví al trabajo. Día por medio cumplí otra vez mis guardias matutinas junto al teléfono. La familia Iriarte no llamó más.
      Casi todos los días me encontraba con Doris a la salida de su empleo. Ella trabajaba en el Poder Judicial. tenía un buen sueldo, era el funcionario­ clave de su oficina y todos le apreciaban. Doris no me ocultaba nada. Su vida actual era desmedidamente honesta y transparente. Pero ¿y el pasado? En el fondo a mí me bastaba con que no me engañase. Su aventura —o lo que fuera— con el Jefe no iba por cierto a infectar su ración de felicidad. La familia Iriarte no había llamado más. ¿Qué otra cosa podía pretender? Yo era preferido al Jefe y pronto éste pasaría a ser en la vida de Doris ese mal recuerdo que toda muchacha debe tener.
      Yo le había advertido a Doris que no me telefoneara a la oficina. No sé qué pretexto encontré. Francamente, yo no quería arriesgarme a que Elizalde o Rossi o Correa atendieran su llamada, reconocieran su voz y fa­bricaran a continuación una de esas interpretaciones ambiguas a que eran tan afectos. Lo cierto es que ella, siempre amable y sin rencor, no puso objeciones. A mí me gustaba que fuese tan comprensiva en todo lo referente a ese tema tabú, y verdaderamente le agradecía que nunca me hubiera obligado a entrar en explicaciones tristes, en esas palabras de mala fama que todo lo ensucian, que destruyen toda buena intención.
      Me llevó a su casa y conocí a su madre. Era una buena y cansada mujer. Hacía doce años que había perdido a su marido y aún no se había repuesto. Nos miraba a Doris y a mí con mansa complacencia, pero a veces se le llenaban los ojos de lágrimas, tal vez al recordar algún lejano pormenor de su noviazgo con el señor Freire. Tres veces por semana yo me quedaba hasta las once, pero a las diez ella discretamente decía buenas noches y se retiraba, de modo que a Doris y a mí nos quedaba una hora para besarnos a gusto, hablar del futuro, calcular el precio de las sábanas y las habitaciones que precisaríamos, exactamente igual que otras cien mil parejas diseminadas en el territorio de la república, que a esa misma hora intercambiarían parecidos proyectos y mimos. Nunca la madre hizo referencia al Jefe ni a nadie relacionado sentimentalmente con Doris. Siempre se me dispensó el tratamiento que todo hogar honorable reserva al primer novio de la nena. Y yo dejaba hacer.
      A veces no podía evitar cierta sórdida complacencia en saber que había conseguido (para mi uso, para mi deleite) una de esas mujeres inalcanzables, que sólo gastan los ministros, los hombres públicos, los funcionarios de importancia. Yo: un auxiliar de secretaría.
      Doris, justo es consignarlo, estaba cada noche más encantadora. Conmigo no escatimaba su ternura; tenía un modo de acariciarme la nuca, de besarme el pescuezo, de susurrarme pequeñas delicias mientras me besaba, que, francamente, yo salía de allí mareado de felicidad y, por qué no decirlo, de deseo. Luego. solo y desvelado en mi pieza de soltero, me amargaba un poco pensando que esa refinada pericia probaba que alguien había atendido cuidadosamente su noviciado. Después de todo, ¿era una ventaja o una des­ventaja? Yo no podía evitar acordarme del Jefe, tan tieso, tan respetable, tan incrustado en su respetabilidad, y no lograba imaginarlo como ese en­vidiable instructor. ¿Había otros, pues? Pero ¿cuántos? Especialmente, ¿cuál de ellos le había enseñado a besar así? Siempre terminaba por recordar­me a mí mismo que estábamos en mil novecientos cuarenta y seis y no en la Edad Media, que ahora era yo quien importaba para ella. y me dormía abrazado a la almohada como en un basto anticipo y débil sucedáneo de otros abrazos que figuraban en mi programa.

                                                      
     Hasta el veintitrés de noviembre tuve la sensación de que me deslizaba irremediable y graciosamente hacia el matrimonio. Era un hecho. Faltaba que consiguiéramos un apartamiento como a mí me gustaba, con aire, luz y amplios ventanales. Habíamos salido varios domingos en busca de ese ideal, pero cuando hallábamos algo que se le aproximaba, era demasiado caro o sin buena locomoción o el barrio le parecía a Doris apartado y triste.
      En la mañana del veintitrés de noviembre yo cumplía mi guardia. Hacía cuatro días que el Jefe no aparecía por el despacho; de modo que me hallaba solo y tranquilo. leyendo una revista y fumando mi rubio. De pronto sentí que, a mis espaldas, una puerta se abría. Perezosamente me di vuelta y alcancé, a ver, asomada e interrogante, la adorable cabecita de Doris. Entró con cierto airecito culpable, porque —según dijo— pensó que yo fuese a enojarme. El motivo de su presencia en la oficina era que al fin había encontrado un apartamiento con la disposición y el alquiler que buscábamos. Había hecho un esmerado planito y lo mostraba satisfecha. Estaba primorosa con su vestido liviano y aquel ancho cinturón que le marcaba mejor que ningún otro la cintura. Cómo estábamos solos se sentó sobre mi escritorio, cruzó las piernas y empezó a preguntarme cuál era el sitio de Rossi, cuál el de Correa, cuál el de Elizalde. No conocía personalmente a ninguno de ellos, pero estaba enterada de sus rasgos y anécdotas a través de mis versiones caricaturescas. Ella había empezado a fumar uno de mis rubios y yo tenía su mano entre las mías cuando sonó el teléfono. Levanté el tubo y dije: “Hola”. Entonces el teléfono dijo: “¿Qué tal, secretario?”, y aparentemente todo siguió igual. Pero en los segundos que duró la llamada y mientras yo, sólo a medias repuesto, interrogaba maquinalmente: “¿Qué es de su vida después de tanto tiempo?”, y el teléfono respondía: “Estuve de viaje por Chile”, verdaderamente nada seguía igual. Como en los últimos instantes de un ahogado, desfilaban por mi cabeza varias ideas sin orden ni equilibrio. La primera de ellas: “Así que el Jefe no tuvo nada que ver con ella”, representaba la dignidad triunfante. La segunda era, más o menos: “Pero entonces Doris. ..”, y la tercera, textualmente: “¿Cómo pude confundir esta voz?”      Le expliqué al teléfono que el Jefe no estaba, dije adiós, puse el tubo en su sitio. Su mano seguía en mi mano. Entonces levanté los ojos y sabía lo que iba a encontrar. Sentada sobre mi escritorio, en una pose provocativa y grosera, fumando como cualquier pituca, Doris esperaba y sonreía, todavía pendiente del ridículo plano. Era, naturalmente, una sonrisa vacía y superficial, igual a la de todo el mundo, y con ella amenazaba aburrirme de aquí a la eternidad. Después yo trataría de hallar la verdadera explicación, pero mientras tanto, en la capa más insospechable de mi conciencia, puse punto final a este malentendido. Porque, en realidad, yo estoy enamo­rado de la familia Iriarte.










domingo, 8 de mayo de 2016

Eduardo Galeano - Crónica de la Ciudad de México








Crónica de la Ciudad de México


Superbarrio, cualunque mexicano de carne y hueso, héroe del pobrerío, vive en un suburbio llamado Nezahualcoyotl.

Superbarrio tiene barriga y piernas chuecas. Usa máscara roja y capa amarilla. No lucha contra las momias, fantasmas ni vampiros. En una punta de la ciudad enfrenta a la policía y salva del desalojo a unos muertos de hambre; en la otra punta, al mismo tiempo, encabeza una manifestación por los derechos de la mujer o contra el envenenamiento del aire; y en el centro, mientras tanto, invade el Congreso Nacional y lanza una arenga denunciando las cochinadas del gobierno.



-Eduardo Galeano, en "El libro de los abrazos"







Eduardo Galeano - Extranjero








Extranjero 

En un periódico del barrio de Raval, en Barcelona, una mano anónima escribió:
Tu dios es judío, tu música es negra, tu coche es japonés, tu pizza es italiana, tu gas es argelino, tu café es brasileño, tu democracia es griega, tus números son árabes, tus letras son latinas.
Yo soy tu vecino. ¿Y tú me llamas estranjero?




-Eduardo Galeano, en el libro "El cazador de historias"





sábado, 7 de mayo de 2016

Eduardo Galeano - Magos








Magos 



En el año 2014, el Fondo Monetario Internacional propuso una fórmula infalible para la salvación universal contra la crisis económica:
Bajar el salario minino.
Los expertos del FMI habían descubierto que ese recorte iba a aumentar la oferta de empleos a la población joven: los jóvenes ganarían menos, pero podían compensar la diferencia trabajando más.
Tan generosos cerebros merecen la gratitud universal. Pero van pasando los días y los años, y todavía no se ha puesto en práctica, en escala universal, esa genial invención. 



-Eduardo Galeano, en el libro "El cazador de historias"





Eduardo Galeano - Fundación de los abrazos








Fundación de los abrazos 



En Irak nació el primer poema de amor de la literatura universal, miles de años antes de su devastación: Que el cantor teja en cantares esto que voy a contarte. El canto contó, contó en lengua sumeria, el encuentro de una diosa y un pastor: Inanna, la diosa, amó esa noche como si fuera mortal. Dumuzi, el pastor, fue inmortal mientras duró esa noche.   




-Eduardo Galeano, en el libro "Espejos: una historia casi universal"








Eduardo Galeano - Garúa









Garúa 


Había sido la última oportunidad. Ahora lo sabia. De todos modos, pensó, hubiera podido ahorrarme la humillación de la última llamada y el último diálogo, diálogo de mudos, en la mesa del café. Sentía en la boca un sabor a moneda vieja y piel adentro una sensación de cosa rota. No sólo a la altura del pecho, no, en todo el cuerpo: como si las vísceras se le hubieran adelantado a morir antes que la conciencia lo hubiera resuelto. Sin duda, tenia todavía muchas gracias que dar, a mucha gente, pero le importaba un carajo. La garúa lo mojaba con suavidad, le mojaba los labios, y él hubiera preferido que la garúa no lo tocara de aquella manera tan conocida. Iba bajando hacia la playa y después se hundió lentamente en el mar si sacarse siquiera las manos de los bolsillos, y todo el tiempo lamentaba que la garúa se pareciera tanto a la mujer que él había amado y había inventado, y también lamentaba entrar a la muerte con el rostro de ella abarcando la totalidad de la memoria de su paso por la tierra: el rostro de ella con el pequeño tajo en el mentón y aquel deseo de invasión en los ojos. 




-Eduardo Galeano, en el libro "Vagamundo y otros relatos"






Eduardo Galeano - Quise, quiero, quisiera







Quise, quiero, quisiera



Que en belleza camine.
Que haya belleza delante de mí
y belleza detrás
y debajo
y encima
y que todo a mi alrededor sea belleza
a lo largo de un camino de belleza
que en belleza acabe.

(Del "Canto de la noche", del pueblo navajo)


-Eduardo Galeano, en el libro "El cazador de historias"




viernes, 6 de mayo de 2016

Eduardo Galeano - Mundo poco








(Lima, 1618) Mundo poco


El amo de Fabiana Criolla ha muerto. En su testamento, le ha rebajado el precio de la libertad, de docientos a ciento cincuenta pesos.

Fabiana ha pasado toda la noche sin dormir, preguntándose cuánto valdrá su caja de palosanto llena de canela en polvo. Ella no sabe sumar, de modo que no puede calcular las libertades que ha comprado, con su trabajo, a lo largo de medio siglo que lleva en el mundo, ni el precio de los hijos que le han hecho y le han arrancado. 

No bien despunta el alba, acude el pájaro a golpear la ventana con el pico. Cada día, el mismo pájaro avisa que es hora de despertarse y andar. 

Fabiana bosteza, se sienta en la estera y se mira los pies gastaditos.




-Eduardo Galeano, en el libro "Memorias del fuego (Los nacimientos)"







Eduardo Galeano - Vamos a pasear






Vamos a pasear


A fines del siglo diecinueve, muchos montevidianos dedicaban sus domingos al paseo preferido: la visita a la cárcel y al manicomio.
Contemplando a los presos y a los locos, los visitantes se sentían muy libres y muy cuerdos.




-Eduardo Galenao, en el libro "El cazador de historias"